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ANTES SE VENDIMIABA...

Eres más canso que la vendimia con barro. Este refrán o dicho popular es propio de nuestro pueblo. Hace referencia a lo que se alargaba la vendimia en tiempos atrás, ya que solía coincidir con una época de lluvias insistentes. El título de ANTES, SE VENDIMIABA…  está elegido intencionadamente para recordar a los mayores de nuestro pueblo e informar a los más jóvenes  que hace años, no muchos, Allo era uno de los pueblos de Navarra donde mayor cantidad de kilos de uva se recogían. Estoy hablando de hace unos 60 o 70 años. Prácticamente, el 80% del campo de Allo estaba plantado de viñedos, a excepción del Monte, cerealista siempre, y la zona de la Olivera que, como su nombre indica, era el reino de los olivares. Bueno, ya nos hemos hecho la imagen mental del terreno de Allo lleno de viñas… ¿Y ahora qué? Pues hay que vendimiar, vendemar o mendemar  (según quién lo dijese). Antes de la tarea propiamente dicha, había que preparar el material para hacer posible la recolección.

 Empezaremos por las comportas. Éstas eran unos recipientes construidos con listones de madera ensamblados unos con otros, formando un cilindro de madera abierto por la parte superior. La comporta no era un cilindro perfecto sino que era más ancho en la parte superior o boca que en la parte inferior o base. Los listones se sujetaban a lo largo del envase con unos aros de hojalata de diferentes circunferencias, dependiendo de si abrazaban la comporta en la parte superior o inferior. A los aros se les llamaba “cellos” y, cuando no tenían utilidad porque se hubiese roto una comporta, nos servían a los chicos de juguete. Los hacíamos rodar ayudados de un artilugio de hierro que nos servía de guía. A este juego se le llamaba “la corroncha” y al acto de rodar el aro le llamábamos “corronchar”. Como en todos los juegos, siempre había algún chico que destacaba por su especial habilidad.

Las comportas, cuando se terminaba la vendimia, se lavaban y se guardaban generalmente en las bodegas de las casas, lugares frescos y húmedos, para que la madera no perdiese su punto de humedad. Al año siguiente, cuando se acercaba de nuevo la época de la vendimia, se volvían a sacar, pero claro, por muy bien guardadas que hubiesen estado durante un año, la madera perdía propiedades y se resecaba. Entonces, para ponerlas a punto, había que hacer dos tareas. Una, apretar los cellos y, otra, hidratar la madera. Para la primera tarea se cogía la comporta, se colocaba boca abajo y, con un martillo y un trozo de hierro en forma de cincel, se iban golpeando los cellos, uno a uno, para conseguir un efecto abrazadera sólido. Me resultaba llamativo ver a los hombres del pueblo girar alrededor de la comporta dando golpecicos a los aros con el martillo en una mano y el cincel en la otra. Lógicamente, esto se hacía así por la “ley de economía”. Era más sencillo rotar alrededor de la comporta que girar ésta constantemente. Si pensamos que un viticultor medio podría tener entre 30 y 40 comportas, el tiempo invertido en esta tarea era considerable. Una vez apretados los cellos, había que hidratar la madera.

¿Y dónde meto yo una comporta? Pues muy sencillo, para eso está la imaginación. En nuestras COMEDIAS Y VARIETÉS I  hay un capítulo que dediqué al agua y sus circunstancias, en el que hablaba de la Balsa y la Balsilla. Pues ya está. Tema solucionado, las comportas todas flotando durante 3 o 4 días en la Balsa o la Balsilla.

Pero bueno, si todos los viticultores introducían las comportas en estas zonas comunes… al ir a recoger luego sus envases ¿cómo sabían cuáles eran los suyos? Por norma general, las comportas iban marcadas con alguna señal identificativa o con las iniciales pintadas del propietario. Por ejemplo: A.G. (Ángel Goñi), J.G. (Jesús Gambra), C.A. (Cruz Arana), J.L. (Jesús Lacalle), etc. Bien, ya tenemos las comportas bien hidratadas y listas para contener los abundantes racimos de uvas. Como dato curioso, se daba la circunstancia de que durante los días de vendimia, la madera de las comportas no perdía su grado de humedad, porque el líquido que soltaban las uvas (mosto) se encargaba de que esto no ocurriera. También había que poner a punto los “cunachos”: unos pequeños, que llevaba cada vendimiador, y otros más grandes que llevaban los sacadores de uvas. Los cunachos, tanto grandes como pequeños, se solían forrar por dentro con un plástico transparente o un trozo de lona para evitar que el mosto que rezumaban los racimos no manchara la ropa de los vendimiadores. Una vez listos los cunachos, ahora nos toca afilar los ganchos utilizados para cortar las uvas. Era muy frecuente que, al terminar la vendimia, nuestras manos, sobre todo la izquierda, que era la que recogía el racimo, estuviera marcada por varias señales de guerra (cortes) porque los ganchos bien afilados eran unas armas bastante peligrosas. Curiosamente, en otras zonas viticultoras de España se utilizan tijeras para esta tarea. Además de todo esto, había que preparar todos los aperos que necesitaban las caballerías para tirar del carro o galera, y las anganillas (angarillas) que utilizaban los burros para sacar la uva desde dentro de la viña hasta las comportas que se encontraban alineadas en algún rastrojo o barbecho.

En la tarea de la vendimia se implicaba toda la familia: hombres, mujeres y niños. No era extraño ver chicos y chicas, entre 10 y 14 años, que no habían terminado la etapa escolar obligatoria, ayudar en época de vendimia y dejar de asistir a la escuela los días que duraba ésta. Hoy en día, aquí en España, esto es impensable ya que la edad laboral comienza a los 16 años.

La temporada de la recolección comenzaba alrededor del 12 de octubre, fiesta del Pilar, y se prolongaba durante 2 o 3 semanas en una temporada normal, con pocas lluvias, o mucho más tiempo si la vendimia coincidía con un ciclo de lluvias (borrascas otoñales) que dificultaban enormemente la tarea: barrizales enormes en las viñas, en los caminos, en las calles del pueblo por donde tenían que pasar los carros y galeras hacia la bodega para descargar las uvas, en la explanada de la bodega, carros empantanados y atrapados en grandes surcos que tallaban las ruedas de llanta, teniendo que ser auxiliados por otras reatas de animales de tiro para poder salir de ese aprieto, etc. Ya decía el refrán: En tiempo de mendema no hay que fiase que en vez de pedese suele cagase. Oséase, que no hay que fiarse del ruido que puede caer una buena. En fin, muchas penurias, trabajos ímprobos, esfuerzos a veces inhumanos con el objetivo de llevar un dinero a casa necesario para poder satisfacer las necesidades más básicas de aquella época carente de lujos y despilfarros.

Comenzaba el día con toda la familia en el tajo, en la viña, con los primeros rayos de sol. En cada cuadrilla había dos personas que tenían una tarea más específica. Una era el acarreador de la uva, encargado de hacer los viajes con el carro o galera con las comportas llenas de uva a la bodega. Una vez descargadas, tenía que volver al tajo para continuar con la labor. Este trabajo generalmente lo hacía el padre porque se manejaba mejor con los animales de tiro (machos, mulas y caballos). Concretamente, en el caso de mi padre, que tenía dos viñas en el término de la Gaza,  podemos imaginar el tiempo que invertía en ir y volver desde las viñas hasta la bodega. Se daba a veces la circunstancia de que, antes de que volviera de nuevo al tajo, las comportas de reserva se habían llenado y, teóricamente, esto suponía un parón. Para los más jóvenes de la cuadrilla era una circunstancia que nos llenaba de alegría porque significaba que podíamos descansar un rato. Sin embargo, los mayores siempre resolvían el problema. Si más o menos era la hora de comer, se aprovechaba para ello y, si no, se extendía una lona en el suelo y se iba depositando la uva cortada sobre la lona. Total, nos quedábamos con la miel en los labios. El único momento en el que podíamos descansar era cuando hacíamos la mudanza de una viña a otra viña. Cuanto más largo fuese el camino, mejor para nosotros. Esto era trasladable a cualquier agricultor que tuviese sus viñas lejos del pueblo, hecho bastante  frecuente, ya que el pueblo no es el centro geográfico del término municipal sino que prácticamente todo su terreno se extiende al sur del casco urbano.

 La otra tarea específica era la del sacador que se encargaba de recoger la uva que iban cortando los vendimiadores, descargarla en un cunacho grande y llevarla al hombro hasta donde se encontraban las comportas. Si la cuadrilla de vendimiadores era numerosa y un sacador no era capaz de dar abasto a toda la uva que se cortaba, se solían utilizar burros que, aparejados con anganillas, sacaban cuatro cunachos a la vez.

Un día cualquiera de vendimia comenzaba con los primeros rayos de sol.  A primera hora de la mañana, los días que salían despejados las cepas estaban repletas de rosada, cosa que te obligaba a colocarte un saco de arpillera a modo de delantal para evitar una buena mojadura en los pantalones (nos poníamos chirriaus) y a remangarnos el jersey con el mismo fin. Total, que comenzábamos el día bien remojadicos. También es cierto que algunos muy exquisitos utilizaban pantalones y chaquetas de agua.

 A media mañana, se hacía un parón, no muy largo, para echar un bocau: era la hora del almuerzo. Nos sabía a gloria. A veces, se encendía una hoguera para poder secarnos las ropas totalmente empapadas. Era un parón corto. Había que aprovechar el tiempo. Era tan corto que los fumadores comenzaban de nuevo a vendimiar con el cigarro, generalmente Celtas, en la boca. Imaginaos qué rico les sabría en esa postura, inclinados sobre la cepa con el cigarro en la boca y el humo  subiéndoles hacia los ojos. Pero el vicio es el vicio.

 A la una llegaba la hora de comer, todos “cómodamente” sentados en el suelo alrededor del perol de garbanzos con arroz y cordero. Las cucharas de cada cual atacaban sin parar aquel guiso que nos sabía a gloria. Tengo que confesar que yo en mi casa todavía hago de vez en cuando este guisote. Le llamamos “comida de vendimia” y a veces comemos uva de postre y eso que no somos tan tontos  como Abundio el de Lerín que iba a mendemar y llevaba uva pa postre.  Acabado el perol, no quedaba ni rastro, nos amodorrábamos un ratico, apoyados algunos sobre una comporta y otros sobre un ribazo, para echar un sueñecico corto y reparador y disponernos de nuevo a iniciar la tarea.

 La tarde se hacía de un tirón, no se descansaba ni se merendaba. Recuerdo que, por esas fechas, a las 18 se metía el sol,  aunque apurábamos un cuarto de hora más hasta que la poca luz de la agotada tarde nos impedía distinguir  los sarmientos del rabo de los racimos. El duro día había terminado, pero no para todos. El encargado de hacer los viajes con el carro o galera tenía que llevar la última carga a la bodega. Como todos pensaban de la misma forma, se organizaban por la noche grandes colas de carros y galeras esperando para descargar. En muchos casos, a los más rezagados les daban las 12 de la noche. Si mal no recuerdo, a veces las mujeres iban con la cena a la bodega para que sus maridos pudieran cenar, dada la tardanza en descargar. Este trajín diario duraba, como ya he señalado antes, 15 o 20 días.

Había una tarea que nos medía la fuerza a los adolescentes y que, si la superábamos, nos hacía hombres. Consistía en poder cargar las comportas en el carro. Éstas eran de dos tipos. Unas eran algo más bajas, más o menos de un metro de altura y de madera de chopo. Otras eran más altas y se fabricaban con madera de pino. Estas últimas las hacía Felix Amézqueta en su carpintería. Una comporta llena de uva venía a pesar unos 100 kilos, pero recuerdo cómo, una vez cargadas en el carro o galera, se apretaban con un azadón para meterle 20 o 30 kilos más, lo que significaba que cada una podría contener 120 kilos. Como decía antes, la forma de medir la fuerza consistía en ser capaz de cargar las comportas en el carro. Se hacía entre dos personas, generalmente dos hombres, pero también he conocido chicas jóvenes que tiraban de comporta. La técnica era la siguiente: se ladeaba un poco la comporta y, entre las dos personas, una por cada lado, la cogían por la base (el culo) con una mano y, con el otro brazo, abrazaban la comporta, cogiendo con su mano el brazo del acompañante a la vez que flexionaban las piernas. Una vez bien sujeta la comporta, con un preciso golpe de riñón se la levantaba, se daban unos pasicos y se apoyaba sobre el carro. Allí, en la plataforma, era recibida por un tercer cargador, que, haciéndola girar, la colocaba en su lugar. Los carros de varas y un solo eje y ruedas de llanta podían llevar 10 comportas. Si el cargador era hábil, podía colocar hasta 12. Las galeras con dos ejes podían cargar entre 16 y 18 comportas. Era habitual que, en los años mozos, los hombres te preguntaran si ya cargabas las comportas en el carro. Si la respuesta era afirmativa, aquello te llenaba de orgullo porque pensabas que habías pasado de chico a hombre.

Vamos a ponernos en situación y ver cómo la vida ha evolucionado en todos los sentidos y todo aquello que sirvió para entonces ahora nos parece prehistórico y anacrónico. Supongamos que un viticultor que tuviese una viña en el término de la Gaza, o el Regadío de Montero, o el Pozo Grande, o el Plano Abajo, etc. tendría que invertir mínimo entre 3 y 4 horas para llevar 1000 kilos de uva a la bodega. Esto ahora es impensable. Quiero decir con ello que en pocos años, con la llegada de los tractores y el desarrollo del campo, estas tareas se mecanizaron, se agilizaron y, afortunadamente, ya no son tan duras y penosas.

Bien, ya hemos llegado con el carro o galera a la bodega y nos toca descargar. En la fachada oeste había unos muelles de descarga con la misma altura de los carros para que éstos amorraran por la parte de atrás y, así, facilitar la descarga de las comportas. Si mi memoria no me traiciona, existían unas normas implícitas que consistían en que aquel que estaba esperando para descargar tenía la obligación de ayudar al que estaba en ello, para así agilizar la tarea. Una vez que las comportas estaban sobre el muelle, se iban vaciando sobre unos contenedores que hacían de báscula. Una vez lleno, se hacía el pesaje (uno de los encargados era el Rubio). Incorporado a la barra de la báscula había un dispositivo en el que se introducía un cartón alargado con un papel copia que, apretando una palanquita, dejaba grabado el peso de la uva entregada. La suma de los cartones recopilados durante toda la vendimia indicaba el total de kilos entregados en la bodega. Una de estas básculas se recuperó hace años y se colocó en la plaza de El Raso como recuerdo de esta actividad agrícola de nuestro pueblo. Personalmente me pareció un gran acierto, ya que facilita que nuestra memoria se mantenga viva. Después de este proceso de entrega de uva, el encargado del pesaje volcaba la báscula sobre un recipiente enorme en forma de V que en el fondo tenía un sinfín que arrastraba la uva hasta las entrañas de la bodega. Después, por arte de magia, porque hasta ahí llegaban nuestros ojos, se separaban los granos de la raspa. Sólo recuerdo cómo una cinta transportadora escupía sin cesar las raspas de los racimos a las que, quiero recordar, se les llamaba “brisa”. Ésta era almacenada en la fachada sur de la bodega en grandes montones que nos servían a los chicos para jugar en ellos y salir completamente hechos unos adanes, sucios, malolientes y remostiaus. Los ricos caldos seguían un camino diferente.

El primer mosto obtenido era un preciado tesoro que nos daban a probar cuando algún chico iba de visita a la bodega. Nos advertían de que con el exceso de mosto nos saldrían muchos granos en la cara, excusa infundada para que no tomáramos demasiado. Era frecuente que los chicos, después de salir de la escuela, fuéramos a merodear por los alrededores de la bodega, donde estaban las noticias y la actualidad. Si no estorbábamos mucho a juicio de los trabajadores, nos dejaban pulular por allí.

Esas entrañas que nuestra vista no conseguía alcanzar estaban compuestas por una máquina llamada “estrujadora” encargada de recoger la uva arrastrada por el sinfín y separar el grano de la brisa. A continuación, otra máquina prensaba el producto formado por el hollejo y el mosto y, por presión, separaba éste del hollejo. Este hollejo se transportaba en unas vagonetas, que tenían su propia vía, a unos pozos que se encontraban detrás de los briseros. Los chicos, a los que se nos salían las travesuras de los bolsillos, nos dedicábamos a poner piedras en las vías para que las vagonetas descarrilaran. ¡Los juramentos y pecaus de los trabajadores se oían por toda la bodega! Este lugar era extremadamente peligroso debido a las emanaciones de gases procedentes de la fermentación del hollejo. El mosto extraído se almacenaba en lo que llamaban “cubos” mediante una motobomba muy potente, capaz de elevar el mosto varios metros de altura. Los cubos eran recipientes gigantescos hechos de material de construcción, donde cabían miles de litros (en los comienzos de la Cooperativa estos cubos no existían, y el mosto y el vino se almacenaba en barricas de madera). Una vez llenos los cubos de mosto, se esperaba su fermentación para convertirse en vino y se trasegaban a otros. Para regular la fermentación se añadían metasulfitos, nuestro ácido , aquellos trocicos como de cristal blanco traslúcido que recogíamos por el suelo, los chupábamos y nos dejaba la lengua en carne viva y en plan masoquista aún los guardábamos en cajicas le Laxa’n Busto para seguir chupando. Antes de la vendimia los citados cubos quedaban vacíos, porque durante el año se iba vendiendo el vino a otras bodegas y se tenían que preparar para recibir los caldos de la próxima vendimia. Este trabajo era muy sacrificado porque había que quitar las heces o tártaros que se habían quedado adheridos a las paredes. Se hacía a golpe de martillo y cincel.

La raspa o brisa de los racimos no tenía venta. No tenía ninguna utilidad, pero, como en época de necesidades el ingenio se agudiza, cuando el tiempo de vendimia era muy lluvioso, todo se llenaba de barro y había baches en caminos y calles,  estas y aquellos se rellenaban de brisa para paliar en parte aquellos barrizales. El hollejo (piel de la uva) se vendía generalmente a las alcoholeras, así como las heces o tártaros.

Durante muchos años, la bodega de Allo solamente elaboraba vino tinto. Sea cual fuera el tipo de uva (garnacha, vidau, blancas, racimos verdes), todas se mezclaban para elaborar vino. El mosto obtenido se convertía en vino tinto al fermentar junto con el hollejo, que es el que tiene los taninos y presta su color. Allá por 1970, el vino clarete gozaba de mayor fama, mayor consumo y tenía mejor venta. Entonces los cooperativistas decidieron comprar una máquina para elaborar vino clarete. Se compró en Logroño a la empresa Madorrán y Rezola, que luego pasó a llamarse Marzola. También se hacía lo que llamábamos “mosto” pero que en realidad era como un vino de aguja de un color dorado de sol veraniego, dulce y un punto gaseoso.

Allo llegó a tener más o menos 12000 robadas de viña. Recuerdo cómo se oían comentarios a los agricultores diciendo: “Pues esa viña me ha pagado a mil kilos por robada”. Estas eran poquísimas y, como dice el refrán, “una cosa es predicar y otra dar trigo”. Bien, haciendo cálculos, la media de kilos por robada podría ser entre 250 y 300 kilos. Hay que tener en cuenta que las viñas de Ocarin, Planos, etc. producían muy poco.

Una robada de viña admitía 360 injertos que, más tarde, se convertirían en cepas. Se compraban casi todos en Berbinzana, el pueblo del injerto por excelencia. De hecho, el equipo de fútbol se llama “El Injerto”. Como dato curioso, en 1972 un injerto costaba 3,25 pesetas, lo que quiere decir que plantar una robada de viña valía 1170 pesetas. Desde que se plantaba una viña hasta la primera cosecha, tenían que pasar entre 3 y 4 años. A estas viñas jóvenes se les llamaban “plantaos”. Asimismo, una viña podía tener una vida de 60 años en casos excepcionales.

La calle que nos conduce desde la Carretera de Sesma hasta la bodega se llama Calle de Don José Garraza. ¿Quién fue esta persona? se preguntarán los jóvenes y no tan jóvenes. Don José Garraza fue un cura de Allo que, preocupado por la mala marcha de la bodega cooperativa en sus primeros años, se hizo cargo de ella allá por 1923. Significa esto que los comienzos no fueron del todo exitosos, ya que en 1918 comenzó su andadura y 5 años después Don José Garraza tuvo que hacerse cargo como Administrador de la Cooperativa. Según Actas, en 1919 había un jefe de la destilería que a la vez actuaba como enólogo con sueldo propio.

En principio fueron pocos los socios fundadores, pero, pocos años después, el número de cooperativistas aumentó rápidamente. En 1927 ya contaba con 344 socios. Como socios fundadores aparecen en documentos los nombres de Lorenzo Gambra (mi abuelo), Romualdo Arana (mi tío), Ventura  Arrieta, Leoncio Garraza, etc. (pido disculpas por  los más que seguros olvidos). La Cooperativa se inauguró en 1918 (la escritura de constitución de la Cooperativa data del 6 de febrero de 1918), como rezaba en su fachada, y terminó su andadura en 1985 cuando ya la plantación de viña en Allo era muy poca y no resultaba rentable mantener esa bodega obsoleta para elaborar los pocos kilos de uva que se vendimiaban.

A partir de ese momento, y con Jesús Gambra Zubiría como presidente, los viticultores de Allo llevaron la uva a Lerín, cuya bodega se modernizó para elaborar ricos caldos que gozan de buena fama en nuestra zona. El 12 de mayo de 2004 se firmó la escritura de donación de los terrenos de la bodega cooperativa al Ayuntamiento de Allo con el fin de que se llevara a cabo una obra de tipo social. Se construyó un centro de día para personas de la tercera edad que todavía no ha entrado en funcionamiento. A partir del año 2010 se arrancaron en Allo las pocas viñas que quedaban. Quiero reseñar a mi hermano Jesús Gambra como uno de los últimos viticultores, un hombre enamorado de sus viñas. En la vida, a veces, hay que tomar decisiones dolorosas porque las circunstancias mandan.

Gozaba la bodega de Allo de renombre, ya que, como dato que  tiene que hacernos sentir orgullosos, os diré que era ésta la segunda bodega en capacidad de Navarra, después de la de Tafalla (a veces he llegado a escuchar que era la primera).

Fue en 1963 cuando se vendimió la mayor cantidad de kilos de uva que se conoce en la historia de nuestra bodega. Normalmente, se vendimiaban entre 4 y 4,5 millones de kilos. Aquel año se recogieron 8 millones. El mosto no cabía en la bodega. Para solucionar el problema se tuvieron que tabicar las calles, es decir, el espacio que quedaba entre cubo y cubo, que, efectivamente, eran unas verdaderas calles. Estos tabiques se levantaban durante la noche. En esta tarea colaboraron la mayor parte de los albañiles del pueblo y también alguno que no lo era, pero que no se le daba mal como era el caso de mi padre. Recuerdo cómo, cuando terminaba de vendimiar, iba durante toda la noche a cerrar las calles y, cómo, al día siguiente sin dormir, iba de nuevo a vendimiar. Otra persona que recuerdo que hizo este trabajo fue Jesús Echávarri. Otros datos curiosos sobre distintas cosechas que constan en las memorias son:

-         En 1971 se cogieron solamente 721.820 kilos, siendo presidente Cruz Arana. Las causas se desconocen, pero todo apunta a que puedo ser una helada tardía en el mes de abril o alguna tormenta de pedrisco.

-         En 1978 se comenzó la vendimia tardíamente, el 25 de octubre.

-         En 2004, cuando ya se entregaba la uva en Lerín, mi hermano entregó su último remolque de uva el 11 de noviembre. El motivo sí que es conocido: hubo una gran cosecha y tenían que esperar porque no cabía la uva en la bodega.

Durante los días de vendimia, cuando las máquinas de la bodega estaban a pleno rendimiento, los hermanos Arza, Constancio y José (padre y tío de mi amigo Wana), se encargaban del mantenimiento y del buen funcionamiento de las máquinas.

La bodega tenía adosada en su parte derecha una vivienda y debajo de ésta un local donde trabajaba el gerente de la misma. Mi memoria solo recuerda a Jesús Mari Osaba, conocido como Jesús Mari el de la Caja. Este local se utilizaba como oficina y como sala de juntas de los cooperativistas. El presidente de la bodega era un socio cooperativista que accedía a este puesto por votación del resto de socios. Algunos se supone que por su buena gestión repitieron mandato. Según la información de la que dispongo, éste sería, por orden cronológico, el listado de las personas que ejercieron el cargo de presidente de nuestra cooperativa.

1923: Juan Arellano

1924: Luis Pérez de Ciriza

1932: Pedro Gambra

1933: Conrado Azcona

1937: Santiago Esparza

1948: Vidal Lacarra

1952: Ángel Aramendía

1956: José Pérez de Ciriza

1969: Cruz Arana

1973: Ezequiel del Portillo

1977: José Luis Hermoso

1981: Jesús Gambra Zubiría

1989: Juan Miguel del Portillo

Asimismo, en la vivienda adosaba a la bodega vivía el bodeguero, que era el encargado de guardar la bodega y realizar trabajos que se requiriesen, como mantenimiento, reparto de vino a la gente del pueblo los días señalados para ello ( un decalitro, medio decalitro… según la cantidad de hombres en la casa), cargar los camiones que venían a comprar el vino, etc. El primer bodeguero que recuerdo, que lo fue durante muchos años, era Bernardo Díaz, Javier Arellano y el último, Gordito. Además, había otros obreros de temporada que ayudaban en las tareas, como Braulio Díaz (Bengali), Ángel Garayoa (el Rubio), Félix (Cabigordo). Está en la memoria de todos aquellos que éramos chicos en la década de los 60 el celo con el que cuidaba Bernardo el edificio de la bodega y, sobre todo, la finca de almendros que la rodeaba. A ésta solíamos acudir en primavera para darnos buenos atracones de almendrucos recién nacidos, los almendrucos de leche (cucos). Cuando estábamos en plena faena, solía aparecer Bernardo y nos despachaba con cajas destempladas. Había una leyenda que decía que Bernardo, para despachar a los que se comían los almendrucos, en algunas ocasiones utilizaba una escopeta con cartuchos de sal. Esto a los chicos pequeños nos aterrorizaba.

Los enólogos que desfilaban por la bodega de Allo no debían de ser muy buenos, porque Allo no destacó por la calidad de sus vinos, sino más bien por la cantidad. Sin embargo, como Allo era un pueblo principalmente vendedor a otras bodegas (Chivite, Gurpegui, Sarriá, etc.), estas sí que elaboraban buenos vinos y de renombre nacional, entonces… ¿dónde estaba el secreto?

Uno de los compradores habituales del vino de Allo era un tal Cervera, que tenía unas bodegas en Andosilla. Un año, se le vendió prácticamente toda la cosecha de vino a este bodeguero. Hizo quiebra, lo que hoy se llama concurso de acreedores, y el pueblo de Allo no vio ni un duro.  Con los hielos de la Ascensión y la quiebra de Cervera tendremos que ir todos los di Allo a pedir a la Chandrea, inventó el ingenio popular. Para compensar, la bodega se quedó un camión cisterna de su propiedad que, durante años, se utilizaba para trasportar el vino desde Allo a otras bodegas. Este camión era conducido por César Goicoechea. El vino se liquidaba a año vencido. En el mes de septiembre, se cobraba la uva del año anterior.

¿Por qué había mucha viña en Allo y poco cereal? La respuesta es sencilla: la viña era muchísimo más rentable que el cereal. El cereal, en aquellos tiempos, no rentaba mucho, ya que no existían abonos y cada finca se sembraba en años alternos, por tener que dejar un año de barbecho.

Adjunto a continuación una memoria auténtica de la cooperativa vinícola de Allo correspondiente al ejercicio económico 1967-1968, presentada a la Junta General Ordinaria de Socios, convocada para el día 6 de octubre de 1968.

Esta historia de la vendimia la he escrito con todos mis mejores sentimientos y con todos mis buenos recuerdos. Quiero que sea un homenaje a aquellos hombres (nuestros padres) que trabajaron de sol a sol en cualquier tarea agrícola de forma abnegada, con el único fin de procurar una mejor calidad de vida o de poder satisfacer las necesidades más primarias para sus familias. Nos transmitieron muchos valores positivos, entre ellos el valor del trabajo que dignifica a la persona, la convierte en un ser responsable y le abre puertas para poder llevar una vida lo más honrosa posible. Por mi parte doy las gracias a mi padre, que me supo transmitir la importancia del amor al trabajo. Siempre le estaré agradecido.

Pero a veces ocurre que el mundo está lleno de injusticias. No quiero dejar pasar por alto una circunstancia que, siendo yo muy chico, ocurrió en tiempo de vendimia. En aquella época de carros y galeras, éstas y éstos por la noche tenían que llevar unas luces indicadoras de que eran  vehículos tirados por caballerías. Estas luces consistían en dos farolillos que se colocaban uno delante y otro detrás. La luz que portaba cada farol era ni más ni menos que una vela. Es fácil pensar que aquellos hombres, cansados después de una agotadora jornada de vendimia, se olvidasen de encender las velas al regresar por la noche con la carga de uva para llevarla a la bodega. Pues bien, un día cualquiera de un año cualquiera, un joven guardia civil con aires chulescos se colocó junto al cuartel y fue denunciando uno por uno a todos aquellos carros y galeras que llegaban al pueblo por la Carretera de Lerín por no llevar de forma reglamentaria las luces indicativas. Aquella “hazaña” del guardia civil con actitud arrogante no sentó nada bien a la gente del pueblo. Recuerdo su cara con nitidez, llevaba el pelo bastante largo, detalle llamativo en un guardia civil de aquella época. Todo su aspecto y sus actitudes rezumaban chulería. En Allo, se le apodó con el sobrenombre de “el cabrón con pelo”.

Para finalizar, quiero agradecer a las personas que se han preocupado de mandarme información, documentación, etc. entre las que se encuentran mi primo Antonio Arana y Juan Miguel del Portillo, y en especial a Idoia Gambra, mi hija,  por haber colaborado en tareas de corrección y estilo… y a mi prima Esther que siempre mete cuchara.

 

MEMORIA Ejercicio Económico 1967 - 1968.

Loren Gambra Zubiría

Mayo 2012

 

 

COOPERATIVA VINÍCOLA DE ALLO

Esta es la fachada sur, la que daba a la carretera de Sesma. En la sencillez de su aspecto destacan sus letras color vino:

AÑO 1918

COOPERATIVA VINÍCOLA DE ALLO

El camino que la recorre era el que seguían los carros para descargar la uva en la fachada oeste.

En ese espacio donde ahora campan anárquicamente los hierbajos, en otro tiempo blanqueaban los almendros entre el invierno y la primavera. Formaba parte de la ruta de los entretenimientos ir a coger almendrucos de leche, cascarlos, pelarlos y comerlos blancos y tiernos. Siempre con un ojo puesto en la casa del bodeguero, entonces Bernardo, para, ante su presencia, marchar zurrumbiando. En realidad no teníamos conciencia de que tuvieran dueño. En todo caso la bodega  y la bodega éramos todos. También en esos almendros cogíamos resina, cola  para hacer pegamento. Nada…, por Dios, pasar el tiempo…

 

Aquí tenemos un anuncio de un periódico de Logroño. No sabemos el año pero si se cobraba en reales y se vendía en cántaras, debe haber llovido mucho desde entonces. Vino de mesa de las bodegas de Allo, directamente del cosechero,  es decir de la Bodega  Cooperativa que no tiene nombre de santo como en otros sitios. Igual por no ponerla bajo la advocación de algún santo el vino no destacaba por su calidad o ¿quizá era cuestión de los enólogos?. En Logroño se vendía como exquisito vino de mesa y en las mesas de los de Allo también nos sabía exquisito. No conocíamos otra cosa… y además era nuestro vino.

 

¡Qué foto! ¡Qué fantástica! ¡Qué tres mujeres de Allo! Alegres, garbosas, fuertes y trabajadoras. Seguro que  alguna era de las que subían la comporta al carro. Se han puesto trajes de faena con sus delantales de quita y pon para chirriarse y mancharse menos pero, aún así, la gracia y elegancia de la vendimiadora de la derecha es más real y cercana que las mujeres pintadas de Julio Romero de Torres. El pañuelo les protege del sol, el estar morenas no era sinónimo de holganza en playas y piscinas sino de duro trabajo en la tierra.

¡Cuántas cosas sabrosas se contarían mientras vendimiaban! La tal…la cual…dicen …¡pues ya!  ¡Andanda!  Cosas de la gente del pueblo porque en 1916, fecha de la fotografía, no había Pantojas  ni baronesas Thyssen. No sabemos quienes son pero la de la derecha tiene un aire a las Chaparreras. Ese día no había llovido y las uvas de la banasta, que en otro momento igual contenían pastas y bollos, brillan al sol, lo mismo que sus caras risueñas y joviales.

 La foto la ha proporcionado Montse Aedo que la luce en sus galerías.

 

Aquí tenemos una cuadrilla de vendimiadores : hombres, mujeres, niño y fraile incluido. Éste no llevaba traje de vendimiar, se supone que habría ido a ver y coger algún racimo, como los que lleva en la mano, y, aprovechando el viaje, bendecir la cosecha. Son Tomás y la Boni, padres de Mari Mar Montoya y su hermano Luis. Los otros me suenan pero no sé cómo se llaman. Luis nos enseña uno de los afilados ganchos de cortar los racimos, aquellos que dejaban la mano a rayas como las cebras. Podemos ver los cunachos pequeños que llevaba cada cual y el cunacho grande de descarga. La foto es preciosa, los variados matices de negros, blancos y grises, donde destaca el negro central del fraile, conforman una escena en la que los personajes parece que surgen de los pámpanos, del follaje, de la tierra. Es una fotografía que disfrutamos gracias a Montse Aedo, gran archivera del pasado y notaria del presente. Si esto fuera  un cuadro tendría nombre: Los vendimiadores.

 

 

LA DESCARGA

 Estamos en la fachada oeste, la fachada trasera donde la bodega nos muestra la razón de su existencia: descargar las uvas. Una galera repleta de comportas, aprovechada al máximo, el producto de mucho esfuerzo y preciado tesoro para su propietario, en este caso Jesús Lacalle, padre de los Tonos. Vemos otros carros y  sentimos el olor dulzón y acidulado de los restos de uvas y hollejos. Las caballerías con sus poses características, siempre las mismas, esperan pacientes nuevas órdenes y   también estarían deseando que acabase la vendimia. Al fondo a la izquierda, en dirección contraria al arranque de la galera en espera,  vemos una caballería con anganillas. Sería un macho o una mula que, ante la ausencia de un burro, ocupaba su lugar a la hora de sacar los cunachos de la viña.

 Una galera está a punto de descargar y hay otra esperando y, tal como nos cuenta Loren, estos dos hombres parece que cumplen esa norma no escrita y sí aceptada de ayudar a descargar al que tenías delante. En la galera de turno parece que cuelga una alforja o un zacuto blanco y hasta parece que se vislumbra una bota de vino. Si el camino era largo igual estos hombres cansados, sin pararse a pensar que lo estaban, aprovechaban el viaje para echar el bocau correspondiente. Estas galeras en verano durante la siega, aparcadas por la noche en calles y plazas, por ejemplo en el Raso, nos servían a los chiguitos y chiguitas para bolindianos en una madera suplementaria que le colgaban debajo de los ejes. Unos daban y otros disfrutaban del limitado movimiento sentados sobre los restos de paja y grano. Era un divertimento nocturno, gozoso y veraniego y no muy del agrado  de  los mayores,  a los que eso de jugar con las cosas de comer nunca acaba de convencer y más entonces.

Un bombillón colgado de la pared se confunde o funde con la espalda del hombre al que no vemos la cara. Ese bombillón daba la necesaria luz para descargar cuando la luz natural del día se iba pronto a dormir en esas fechas y la llegada de la noche no paralizaba la actividad de hombres, carros y comportas. Oh bombillón, oh bombillón que alumbras más que l’austia. Alúmbranos el paretón, oh bombillón. Quizá este villancico autóctono al igual que aquel de Ande, ande, ande la burra de Arana….responde al asombro que nos producía la mucha  luz que daba este bombillón, tan distinto a las pobres bombillas que teníamos en las casas.

Generalmente los trabajos tienen su tiempo de estrés ( balances, exámenes, ventas…). En el campo la vendimia era una de estas  épocas estresantes aunque entonces no se usase esta palabra. Era la época de exámenes, de ver el resultado, de rendir cuentas, aunque en la vendimia y otras tareas agrícolas no dependía tanto de tu esfuerzo personal  como de otros imponderables empezando por la climatología. El cielo manda, por eso el agricultor  histórica y tradicionalmente se ha rebelado poco, no podían rebelarse contra Dios. Cuando empieza la industrialización ya puedes rebelarte contra un jefe, contra un dueño  y ya todo cambió. Cambió tanto que hoy ya nadie descarga uvas en ese muelle y Allo puede vivir sin viñas y seguir bebiendo clareticos.

 

Esther Zubiría Alonso