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SAN LORENZO, MAL ALVENDADOR

Ocurría todos los años el 10 de agosto en la mesa a la hora de comer, cuando alguien de mi familia apostillaba: “Felicidades Loren, hoy es tu santo”. 

Yo agradecía la felicitación por mi santo, no por mi cumpleaños, y mi padre de forma sistemática, y a modo de sentencia,  añadía: “San Lorenzo, mal alvendador”. Y ahí quedaba la cosa. A esta circunstancia se unía otra que también  me afectaba personalmente y era que, al parecer, cuando yo era muy pequeño siempre me quejaba de que no se celebraba con fundamento  mi cumpleaños. Ante mis reiteradas quejas, mi madre me solía decir: “es que estamos en la trilla”. Este hecho supuso que yo, durante muchos años, cumpliese los años en la trilla en vez de un día del mes de julio.

En algún momento, supongo, pregunté a mi padre por el significado del dicho que da título a este escrito. La respuesta  está relacionada con  los labradores de antes, que no son  los agricultores de ahora, cuando estaban en plena faena de la trilla. Esos días, alrededor del 10 de agosto, se presumían muy calurosos y sin viento, circunstancia que les dificultaba enormemente la tarea del alventar para separar la paja del grano.

Estas dos anécdotas personales ( el haber nacido en la trilla y el llamarme Lorenzo) me permiten introducir el cultivo de los cereales en nuestro pueblo, cultivo que ocupó muchos trabajos y muchos días a nuestros padres , abuelos y a todos los de antesmás.

Nos vamos a centrar concretamente desde 1950 hasta fin de siglo, tiempo en el que España vivió el cambio económico con el desarrollo industrial, turístico, la mecanización de la agricultura..., lo que supuso una auténtica revolución social.

Si algún lector siente la curiosidad de ver con detalle el proceso de la mecanización agraria en España, puede consultar el siguiente enlace

http://oa.upm.es/8936/1/INVE_MEM_2010_83503.pdf

Bien, con la introducción que precede, vamos  a contar el proceso del cultivo del cereal desde la preparación de las tierras hasta su cosecha.

Para preparar las tierras para la siembra, no se quemaban los rastrojos, como se hacía años después. Se hacía sobre el barbecho que había sido preparado con un brabán de dos vertederas, arrastrado por caballerías, o con un alrededor, que era un arado de una sola vertedera tirado por caballerías que volcaba la tierra siempre hacia un mismo lado. Como su nombre indica, “alrededor” significaba que este tipo de arado tenía que labrar alrededor de la pieza, terminando la arada en el centro, a diferencia del brabán, que giraba sobre sí mismo, cambiando la vertedera y haciendo los surcos en sentido longitudinal de la pieza, permitiéndole ir y volver sobre el mismo trazado.

Este volteo de la tierra con la vertedera se hacía creyendo que así la tierra se oxigenaba y se autofertilizaba. Además se pensaba que cuanto más profundo era el surco, mejor para la tierra. Hoy en día esto es discutible e incluso se ha abandonado la idea primitiva, ya que ahora muchísimos agricultores (intentaré llamar agricultores a los de ahora y labradores a los de antes) realizan la siembra semidirecta o directa, lo que supone profundizar muy poco en la tierra que acoge la semilla.

Una vez pasado  el brabán o el alrededor, la pieza en barbecho había quedado  preparada para la siembra pero antes  se le pasaba una narria. Era este un apero en forma de escalera. Por una parte tenía unos clavos de hierro cuya misión era romper los tormos que había levantado la vertedera. Estas narrias eran arrastradas por animales de tiro y tendrían unas dimensiones de 2x0’80 metros más o menos. Para que la labor fuera efectiva y los clavos rompiesen los tormos, se colocaban unas piedras de considerable peso y, en ocasiones, también el labrador iba sobre el apero, con el fin de sumar peso para que la labor fuera aún más efectiva. A la acción de pasar la narria por el barbecho se le llamaba “narriar”. Una vez terminada esta tarea y la pieza se había quedado sin tormos, bien lisica, ya estaba lista para la siembra.

La siembra, dependiendo del terreno o zona del pueblo, tenía varias modalidades. La más común era la siembra a mano o “voleo”. Se hacía  con una caldereta que en un asa llevaba un ramal o cordel grueso. El labrador  se lo pasaba por el cuello a modo de bandolera y con la otra mano agarraba por delante de su cuerpo la otra asa. Con la mano que quedaba libre, cogía puñados de simiente y, con un movimiento amplio de brazo, iba lanzando la semilla a la tierra. Este movimiento de brazo es parecido al que se realiza al lanzar una pelota o piedra con la mano por debajo del hombro, que recibe el nombre  de voleo, de ahí su apelativo. El labrador tenía que coordinar el movimiento de su marcha con el del brazo lanzador de semillas, así como calcular de manera exacta el campo que abrazaba en cada voleo para que toda la pieza recibiera la misma cantidad de semilla y no quedaran zonas con exceso o defecto de ésta. Esta tarea, como otras muchas del campo, era un arte.

Otra modalidad de siembra era la que se llamaba a “matarrón”. Consistía en que con un macho, mula o caballo, tirando de un aladro de viña, hacía un surco. Entre surco y surco, se dejaba un espacio para poder edrar con una pequeña azadilla. El sembrador, con su caldereta, recorría todo el surco, e iba depositando cada vez un puñico de unos 20 granos de simiente donde, supuestamente, nacerían 20 espigas o a veces más. Cuando me contaban esta forma de siembra, pregunté sorprendido si había que ir contando los 20 granos que había que depositar en la tierra. La respuesta fue que la experiencia te hace calcular exactamente por el tacto el número exacto de granos. Esta siembra tenía otra particularidad: en la caldereta se mezclaba la simiente con el abono y se echaba todo junto. Me contaban cómo los días de viento, la labor se hacía mucho más penosa, ya que había que caminar semiagachado por todo el surco para que el viento no se llevara el abono en polvo junto con la simiente. También tenemos que decir que esta modalidad de matarrón solo se solía hacer en el Monte, ya que sus tierras eran más sucias en el sentido de que crecían muchas malas hierbas y así se podían edrar. 

Los labradores más potentes disponían en aquellos tiempos de sembradoras tiradas por ganados. Esto, lógicamente, facilitaba en todos los sentidos la tarea. No era tan penosa y la acortaba en el tiempo. Estas sembradoras, tiradas por ganados, disponían de un cajón donde se colocaba la simiente, unos muelles con rejas encargados de abrir los surcos, unos tubos por donde caía la semilla y, por detrás, una narria ligera para cubrir la semilla. Se decía de ellas que sembraban “a chorrillo”. De esta forma, permitían poder limpiar de malas hierbas el sembrado.

Una vez terminada la siembra y hasta la siega, había otras tareas intermedias. Una de ellas era la de “escardar” o “descardar”. Consistía en cortar las malas hierbas que crecían junto al cereal. La mala hierba por excelencia era el cardo, de ahí su nombre: escardar o des-cardar. Se realizaba con una pequeña azadilla o con una hoz especial. El momento adecuado era abril y mayo, cuando los trigales o cebadales habían tomado entidad, la misma que las malas hierbas. Consistía esta tarea en ir recorriendo toda la pieza e ir cortando los cardos que habían brotado. A esta labor en concreto prestaban su inefable ayuda las mujeres. Recuerdo la imagen de una mujer “escardadora” de aquellos tiempos: faldas amplias de mucho vuelo hasta los tobillos, camisa amplia de manga larga, pelo recogido y un sombrero de paja de ala ancha para evitar los rayos del sol, porque eran tiempos en los que tener la piel morena en las mujeres no estaba de moda, justo al contrario que hoy en día. Principalmente, esta tarea se realizaba en mayo porque había un refrán que decía: “cardo que cortas en abril, de cada uno salen mil”. 

Otra tarea intermedia entre la siembra y la siega era el abonado. Los abonos químicos en aquellos años eran escasos y caros. ¡Bendita la pieza que recibía abono! El más conocido era el mineral. Había que ir a la fábrica de féculas de Lodosa a comprarlo. Recuerdo algún viaje con el tractor y el remolque camino de Lodosa para comprar abono. Se podía traer a granel o envasado en sacos y luego abonar las piezas con cuentagotas, porque, como decía antes, era muy caro. Años más tarde apareció el nitrato, el nitrato de Chile, extraído a cielo abierto del desierto de Atacama. En todos los pueblos de España, se colocó como mínimo un cartel hecho de azulejos amarillos y negros de considerables dimensiones donde se veía a un campesino chileno con sombrero subido en un caballo con la leyenda “abonad con” y debajo con letras mayúsculas bien destacadas “NITRATO DE CHILE”. También tenía dos palabras: “único” y “natural”. Fue un diseño de mucho éxito que junto con el toro de Osborne ha quedado en la memoria visual de mucha gente nacida a mediados del siglo pasado.

Este  cartel anunciador de los nitratos creo recordarlo colgado en la fachada de el Rubio ( el padre de Gonzalo Garayoa), en la Fuente .

Otra forma de abonar las piezas era utilizando los abonos orgánicos que producían los animales. Las casas de labor potentes solían tener corralizas con sus rebaños de ovejas. El estiércol que producían estas (se llamaba chirria) se usaba como fertilizante. Como podemos imaginar, eran pocos los que se beneficiaban de este particular. Lo más común era el estiércol que se producía en  las casas procedente  de los animales de tiro, de las cuadras, así como de las gallinas, cerdos o conejos. A este tipo de estiércol se le llamaba fiemo. Varias veces al año se limpiaban las cuadras, los gallineros, conejeras y pocilgas (porcigas) y junto a un camino o en alguna pieza pequeña, se almacenaba formando lo que se conocía como femoral (no confundir con la vena femoral que recorre la pierna recogiendo la sangre de la misma). Estos femorales requerían sus cuidados. De vez en cuando, con un alviendo (alviento) de púas de hierro se iba volteando el estiércol para que fermentara. La materia prima de este tipo de abono estaba compuesta de paja y excrementos de los animales. La cantidad de fiemo que podían producir los animales en una casa no era suficiente para abonar todas las piezas. Por ello, este iba destinado a fertilizar las viñas.

Allá por el mes de julio, cuando las calores aprietan de verdad, cuando el sol alcanza su cénit y sus rayos inciden perpendicularmente sobre la tierra, se realizaba la labor de la siega. Ser segador y más todavía, un buen segador, tenía un mérito incalculable. Los segadores estaban armados en la mano derecha con una hoz y en la izquierda con una especie de manopla de madera llamada cazuela o cazoleta, atada ésta a la muñeca mediante una cuerda o tira de tela para sujetarla. Tenía el objeto de evitar cualquier corte con la hoz y, a la vez, una función secundaria que evitaba en parte que los cardos olvidados en la escarda o que de nuevo habían crecido, y ya en sazón, secos como la retama, llenaran de pinches la mano que recogía la mies. Con la hoz, que no se solía afilar, se iba cortando la mies agachado (¡Menudo dolor de riñones!) haciendo manadas, llamadas así porque era lo que podía abarcar una mano. Me imagino que las manadas no serían todas iguales, dependiendo de la pericia del segador y del tamaño de su mano. Varias manadas colocadas unas junto a otras formaban los fajos, que se ataban fuertemente con un ramal mediante una lazada. El ramal era una cuerda cuyo grosor estaba a caballo entre una cuerda de atadora y una soga. Los fajos, cuanto más grandes mejor, quedaban esparcidos por toda la pieza. 

La tarea siguiente era la de fazcalar, que consistía en recoger los fajos y colocarlos en montones y así, dejarlos listos para el acarreo hacia las eras, donde serían después trillados. La siguiente tarea era el “acarreo”. En Allo se decía “voy acarriar”, que consistía en cargar con una horca los pesados fajos almacenados en fazcales. Para esta tarea, se utilizaban carros con dos ruedas de llanta y/o galeras con cuatro ruedas. Tanto a los carros como a las galeras, para aumentar su capacidad, se les solía quitar las cartolas y se colocaban en los laterales los pugones. Eran estos una especie de lápices gigantes de madera. Por la punta, se iban clavando los fajos, que poco a poco iban sujetando la carga en los laterales del carro y rellenando la parte interior hasta alcanzar una altura prudencial, no excesiva, para evitar el vuelco del carro por el camino. A veces, para aprovechar más la carga, los carros y galeras disponían de unas bolsas debajo de la plataforma. Eran estas unas superficies de madera, una a cada lado del eje, suspendidas o colgadas por unas cadenas. Estas bolsas también se llenaban de fajos. La diferencia entre carros y galeras era que estas tenían dos ejes y mayor capacidad, mientras que el carro, más modesto, tenía un solo eje y, por lo tanto, menor capacidad. Ambos eran arrastrados por caballerías. No era extraño que, durante el tiempo del acarreo, más de un carro o galera diera volteta, como decimos en Allo, con el consiguiente trabajo añadido.

Los acarreadores se levantaban muy temprano, sobre las tres de la mañana, con el fin de estar de vuelta en la era para la hora de almorzar. El primer viaje de la mañana se traía de las piezas más alejadas del pueblo y, una vez descargado este y, tras un almuerzo reparador, los siguientes se hacían desde los términos más cercanos al pueblo. Toda la mies se llevaba a las eras que generalmente estaban alrededor del pueblo, en las afueras. Ya la mies en la era, comenzaba el proceso de la trilla. Se hacía con un trillo que consistía en una plataforma de madera que por la parte que tocaba el suelo, tenía incrustadas unas cuchillas encargadas de romper la paja y la cabeza del cereal para separar la paja del grano. Se extendía la mies en la era, formando un círculo y el trillo, arrastrado por dos ganados, burros, machos o mulas, comenzaba a dar vueltas en redondo para comenzar el proceso. Muchas veces los animales que estaban muy entrenados, se encargaban ellos solos de dar vueltas y vueltas, hasta formar una mezcla de paja triturada y granos de cereal. Otras veces, una persona se montaba en el trillo, sentado en una silla. También, una piedra grande se añadía al trillo para que pesara más y el proceso fuese más rápido. Recuerdo que esta actividad de ir subido en el trillo nos gustaba mucho a los chicos, hecho que los padres recibían con alegría, ya que les permitía dedicarse a otra faena.

Cada cierto tiempo, el montón de paja y grano, llamado parva, tenía que tornarse para que la parte de abajo se trillara bien. Otra condición importante era que los ganados que tiraban del trillo, cuanto más deprisa anduvieran, mejor salía la trilla. Una vez que la parva estaba en sazón, es decir, bien triturada la paja y completamente separado el grano, se procedía a alventar. Al principio se hacía con un alviento ( en Allo alviendo). Se iba echando al aire, de ahí su nombre, y el viento se encargaba de volar la paja, y el grano, por su mayor peso, caía. Ahora podemos comprender mejor el sentido del título de este escrito. Se necesitaban días con viento para que se produjera este proceso y, los días próximos al 10 de agosto, San Lorenzo, no debían de ser muy favorables para la tarea en cuestión. Más tarde, cuando la mayor parte de la paja se había separado por la acción del viento, de nuevo con una pala de madera, se volvía a alventar para conseguir la mayor pureza o limpieza del grano. Había una máxima que decía: “lo que se acarrea, se trilla”. Quería decir que toda la mies que se acarreaba tenía que  trillarse en el día  para evitar que una tormenta veraniega estropeara la parva, ya que el grano absorbe con gran facilidad la humedad y necesita estar bien seco para su almacenaje. El montón de grano almacenado en la era se envasaba en sacos. Estos se llenaban con un recipiente de madera llamado robo. Dependiendo del tipo de cereal, tenía distinto peso. Uno de trigo pesaba 22 kilos, 18 el de cebada y 16 el de avena. Cada saco de trigo se llenaba con tres robos, es decir, pesaba 66 kilos. Esta medida calculaba la cosecha obtenida diariamente y al finalizar la trilla, la cosecha total.

El tiempo pasaba y, a la vez, la mecanización agrícola iba avanzando y de forma muy rápida. A los labradores de la época les parecía que avanzaba más el proceso de mecanización que el tiempo. Este avance tecnológico en el sector rural también produjo cambios sociales y serios problemas. Los peones agrícolas o braceros veían peligrar sus jornales, ya que cualquier máquina realizaba el trabajo de muchos jornaleros. Recuerdo oír de niño que en muchos pueblos de la Ribera y zona media de Navarra se vivió este proceso con gran preocupación e incluso con algún que otro conflicto social (no serían muchos, dado el régimen político en el que se vivía y la falta de costumbre). Concretamente, llegaban noticias que en Los Arcos, pueblo latifundista, en la plaza los braceros se manifestaban cuando iban disminuyendo las contrataciones. 

Como en muchas circunstancias de la vida y en muchos conflictos sociales que hoy mismo estamos acostumbrados a ver en los medios de comunicación, las medidas que toman nuestros políticos, a pesar de la oposición de los sectores afectados, terminan imponiéndose. No es necesario recordar los conflictos laborales en los distintos sectores: industria, educación, sanidad, minería, agricultura, pesca, etc. que hemos vivido desde la instauración de la Democracia hasta hoy. Con esta breve reflexión, pretendo explicar que también el campo sufrió, y de qué manera, en aquellos años una transformación total en la forma de llevar a cabo las tareas. Así fue: las segadoras sustituyeron a los segadores, las trilladoras a los trillos y los tractores a los machos y mulas que tiraban del trillo, del carro, de la galera o de los arados.

En primer lugar llegaron las segadoras arrastradas por caballerías. Aquellas cortaban la mies y la lanzaban al suelo. Detrás de ellas tenían que ir un par de personas formando fajos y atándolos. Poco tiempo pasó para que apareciera la segadora atadora, que esta sí que ataba cada uno de los fajos que iba segando. ¿Quién no ha oído alguna vez: “dame un trozo de cuerda de atadora”? Era un ovillo de cuerda de esparto que iba en la segadora y servía para atar los fajos y, por extensión, los sacos, etc. Las cuerdas las hacía el soguero, encargado además de hacer otros productos utilizados en la labranza, como ovillos de cuerda, ramales, sogas, maromas, etc. Cada uno de estos productos tenía su aplicación o utilidad. Las cuerdas ataban fajos, sacos, etc., los ramales también ataban fajos y eran empleados entre otras cosas para conducir a las caballerías. Las sogas solían sujetar diferentes cargas de carros y galeras y, si en algún caso se necesitaba más sujeción en el acarreo, se utilizaban las maromas. Dependiendo del grosor y la longitud, recibían distinto nombre. La cuerda daba paso al ramal, el ramal a la soga y la soga a la maroma.

De la misma manera que la hoz fue sustituida por la segadora, los trillos arrastrados por caballerías fueron igualmente secuestrados por las trilladoras. Las más antiguas eran arrastradas por ganados. Era una especie de plataforma que se desplazaba sobre ruedas dentadas y que pasaba una y otra vez por encima de la parva. Este modelo de trilladora tuvo una vida muy corta, porque los avances tecnológicos no permitían la durabilidad de las máquinas. Este proceso lo estamos viviendo hoy, y de qué manera, con los productos informáticos de la comunicación (ordenadores y móviles). Me consta que Jesús Hermoso (Guindilla) tiene una trilladora guardada como una auténtica reliquia. 

A continuación, por los años 60, llegaron las famosas trilladoras “Ajuria”, hechas en Vitoria, que revolucionaron el proceso de la trilla y supusieron  un avance enorme en cuanto al ahorro de tiempo y mano de obra. Se fabricaron tres modelos, Ajuria nº 1, la más pequeña, Ajuria nº 2, de tamaño mediano, y Ajuria nº 3, que era la más grande. Cada uno de estos modelos iba incorporando innovaciones ahorrando a la vez tiempo y peonadas. Por ejemplo, la número 3, con respecto a la 1 y 2, incorporaba un elevador que subía la mies hasta la boca de alimentación y ahorraba un peón encargado de subir los fajos desde el suelo hasta una plataforma donde otra persona los recibía y los depositaba en la boca de alimentación.

Volviendo al orden cronológico, las primeras trilladoras eran movidas por un motor auxiliar de gasoil, que con una polea ancha y cimbreante, unía este a la trilladora. Según me cuentan las fuentes informadoras, los Echeverría tuvieron una trilladora movida por un motor eléctrico. Más adelante, se movían con un tractor, que además tenía la particularidad de que no necesitaba una potencia excesiva. ¿Os podéis imaginar al peón que le tocara trabajar todo el día junto al tractor que movía la trilladora, todo el santo día en marcha y bien acelerado? ¡Vaya martirio! Bien, pues así eran los trabajos y los días.

El proceso  para alimentar una trilladora era el siguiente: un peón cogía los fajos de mies, los dejaba sobre una mesa, otro, con un gancho, cortaba las cuerdas, las guardaba y se las devolvía en un manojo al dueño de la mies para que las aprovechara para atar las gavillas de sarmientos u otras utilidades. El tercero era el alimentador, que junto a la boca de la trilladora se encargaba de que esta estuviera siempre alimentada, que no faltase la comida. Una vez que la mies estaba dentro de las entrañas de la máquina, sufría un complejo proceso donde cuchillas y cribas de diferente tamaño separaban por arte de magia la paja del grano. Estos dos elementos recorrían caminos distintos. Por un lateral, la trilladora salpicaba los granos de cereal, que eran esperados por un saco amordazado y siempre vigilado por otro peón, encargado de llenarlos, pesarlos y atarlos y, ayudado por una carretilla, los iba apilando en un espacio de la era, donde quedaban dispuestos para su traslado a casa. Por la parte antagónica a la boca de alimentación, la trilladora escupía la paja triturada que mediante un sistema de tubos la iba amontonando.

Las casas de labranza poderosas formaban una gran pajera, pero claro, la paja no se podía poner de cualquier manera. Para ello había otros peones llamados los pajeros, encargados de hacer verdaderas obras de arte ¡Qué valen las pirámides de Egipto comparadas con las pajeras que hacían Ramón Aedo y Portillo (Casto)! Eran famosos por ser buenos pajeros. Llevaban un alvendón (un alviento muy grande de madera) con el cual iban distribuyendo y colocando la paja, formando como decía antes una perfecta pirámide. Vamos a recordar unos e imaginar otros qué tarea tan ardua era aquella de los pajeros que tenían que ir colocando la paja que escupía el tubo de la trilladora. Iban vestidos con un gran sombrero de paja, un pañuelo por el cuello y unas gafas de piloto para que los ojos no sufrieran con el persistente polvo que lanzaba el tubo ¡Ah, y no nos olvidemos de la temperatura, pleno mes de agosto! ¡Y del agua tan fresca que beberían!

Volvemos al grano, otras dos personas tenían que encargarse de cargar los sacos en un carro, galera o remolque y llevarlos a casa. Se almacenaban en la parte alta de la casa, en los graneros, para evitar las humedades. Se subían los sacos al hombro, se vaciaban y con los mismos se volvía a la era para que fueran llenados de nuevo. Era frecuente dejar por toda la casa un chorrillo de grano que se salía de algún saco ratonado, o sea, comido por los ratones, abundantes en los graneros, porque comida no les faltaba durante todo el año. Allá por el otoño, se hacía el proceso contrario. Había que envasar el cereal almacenado en el granero de nuevo en sacos, bajarlos por las escaleras, montarlos en el carro, galera o remolque y llevarlo al silo, al Servicio Nacional del Trigo. Las cosechas estaban siempre controladas por el gobierno para evitar el estraperlo. Los labradores que no declaraban el trigo recogido eran multados. La máxima autoridad era el jefe de silo, que como todo en la vida ha habido buenos, malos y regulares.

La paja también tenía una utilidad muy importante, se usaba para las caballerías, se decía “paracama”, que consistía en echar la paja en el suelo de la cuadra para que sirviera además de colchón para las bestias y, más tarde, convertirse en estiércol al mezclarse con los excrementos. También se mezclaba con cebada y se le daba como alimento. Yo tenía la duda de si la paja en sí tenía alguna propiedad alimenticia para el ganado. Pues sí, la paja era un buen alimento, pues no olvidemos que los ganados son animales herbívoros y la paja es hierba seca.

Entrar la paja, como así se decía, era otra tarea que había que realizar después de la trilla. Se utilizaban unas sábanas muy grandes de arpillera,del mismo tejido que los sacos y se llenaban de paja. Se ataban las cuatro esquinas y quedaba como una forma de petate gigante al estilo de la que lleva Alfredo en la fotografía. Este petate un solo hombre sobre su espalda lo subía al pajar o bien a través de la “carrocha”colocada en la ventana del pajar.  Casi todas las casas contaban con un pajar más o menos grande, dependiendo de la necesidad. ¡Cuánto nos gustaba de pequeños revolcarnos por la paja en los pajares! Luego, claro está, salíamos con un sarpullido por todo el cuerpo que para qué…Hoy día, la paja se recoge en grandes pacas en la misma pieza por grandes empacadoras. En Allo, ha habido poca tradición “pajudera”. Recuerdo que Esteban López, alias Jete, se dedicó un tiempo a esta tarea, pero los pueblos pajuderos por excelencia fueron, y son, Sesma y Arróniz. Las grandes pajeras de las que hablaba anteriormente se vendían a gente de Sesma y Arróniz. No había empacadoras como ahora. Tengo un vago recuerdo de cómo lo hacían en aquella época. Estos hombres que se dedicaban a enfardar la paja disponían de un cajón de madera grande abierto por arriba. Lo iban llenando de paja a la vez que la prensaban utilizando una tabla de la medida del cajón. Cuando este estaba lleno y la paja bien prensada, pasaban unos alambres y/o cuerdas ayudados por unas grandes agujas, que sujetaban el fardo por todos los lados. A continuación, sacaban la paca del cajón y…ya estaba hecha. ¡Ah, menudo trabajito!

Si nos ponemos a analizar todos los trabajos que completaban la recolección del cereal, llegaremos a la conclusión de que, como se suele decir, “a cada cual pior”. Estas tareas no solo afectaban directamente a los hombres que participaban de una u otra manera en la trilla, sino que también lo hacían, y de qué manera, a las abnegadas mujeres que estaban en casa y que tenían que preparar toda la intendencia necesaria para que a sus hombres no les faltara la cuchara en la boca. Un ejemplo de esta plena dedicación era que se tenía por costumbre llevar a la era a media mañana para almorzar patatas cocidas y en algunos casos, con longaniza. No tenemos más que ponernos en situación en aquellos tiempos en los que no existían ni las cocinas de butano, las pobres mujeres pal’ punto de la mañana encendiendo la cocina de leña para cocer unas patatas y, lógicamente, llevarlas a media mañana a la era. En fin…y ahora nos quejamos. 

Cuando en verano paso andando por el regadío de mi amigo Sagol, le doy los buenos días y a continuación añado: “¡Vaya calor que va a hacer hoy!” y él con la sabiduría que le dan sus 80 y muchos años de vida me contesta: “¿Calor? Calor es lo que pasábamos antes, cuando íbamos a segar a mano al monte y guardábamos el garrafón del agua a la sombra de un fajo de trigo. ¡Eso era calor! No ahora, que van a cosechar con aire acondicionado y una nevera llena de cervezas fresquicas”. Bueno, pues creo que a los que pertenecemos a otra generación no nos queda más remedio que reconocer aquel duro y abnegado trabajo que les tocó hacer a ellos y alegrarnos por esa mecanización del campo que ha acabado con muchas penurias.

Los alrededores del pueblo estaban llenos de eras en plena actividad durante el tiempo de la trilla. Las más conocidas, y donde se trillaba con trilladora, fueron: en la Bodega, la Era de la Caja (luego explicaré el significado de “La Caja”). En el Pozarrón, los Ulíbarris, los Arrarás, los Arellanos, Julio Echeverría, Ángel Aramendía y los Caítos. En el Calvario, José Ciriza y  Fortun . En la Cuesta de Chocarro (donde en la actualidad está la casa de Amaya la farmacéutica y el almacén de mi hermano Jesús) la de Daniel Montoya (El Nazareno). En alguna ocasión, los Ulíbarris llevaban la trilladora al término de San Pedro y a la Valdellorin porque tenían allí muchas robadas, lo mismo que hacía José Pérez de Ciriza en el término de Dicastillo junto a la carretera de Sesma. 

Las eras también requerían de ciertos trabajos de preparación. Primero, se limpiaban las malas hierbas que habían crecido durante el año y luego se regaba para endurecer el suelo.

Otra tarea que había que hacer relacionada con la cosecha era la selección de la simiente. Para sembrar se utilizaba el mismo grano que se había recogido la campaña anterior, pero este grano llegaba a los graneros lleno de impurezas (porquería). Para escoger la mejor simiente, existían unas seleccionadoras. Aquellos artefactos me recuerdan a los aparatos de resonancia magnética de un hospital. Grandes tubos con diferentes cribas por los que a base de vueltas se iba separando el grano de las impurezas. En Allo dos personas se dedicaban a seleccionar, una era Pedro Azcona, que lo hacía en su casa, en el Parral, donde hoy vive su hija Mari Luz y la otra persona era Jesús López, el Cendo, que la tenía en una casica o cabaña junto al silo.

Algunos labradores esta tarea no la hacían. La sustituían por el encalado del grano, que consistía en aplicar sulfato de cobre en agua. Se rociaba el trigo con esta mezcla y, según ellos, quedaba desinfectada.

Fácil es imaginar que no todos los labradores de Allo disponían de tractores, trilladoras, etc. Los pequeños labradores crearon una sociedad agrícola a semejanza de la sociedad cooperativa vinícola o del trujal cooperativo, de los cuales ya hemos dado cumplida información, y la llamaron “La Caja Rural”, matriz hoy de la Caja Rural de Ahorros.

Esta sociedad compró la maquinaria necesaria, además de los aperos, con los avales de Jesús Lacalle (el padre de los Tono) y Severiano Lucea. Solamente hacía labores relacionadas con el cereal para los labradores que lo precisaran, es decir, todas aquellas que he ido describiendo a lo largo de este escrito. Esta Caja tenía unos obreros (llamados peones) que se encargaban de realizar las diferentes labores. Entre ellos y con el ánimo de no olvidarme de ninguno, se encontraron: Juanito Hermoso (padre de Guindilla), Benito Garayoa, Félix Hermoso (padre de Luis el de las flores), Guillermo Ciordia (Pistolo) y Aurelio Alonso Cañas (tío de mi prima Esther).

La caja disponía de un par de tractores y a lo largo de su historia los que pasaron, por orden cronológico, fueron: un Ali Charmes, un ForsonMajor y un Miniapolis Moliner, todos ellos americanos. Después, un Bierzon alemán y, por último, un Barreiros de la factoría de Villaverde de Madrid. Estos tractores eran manejados por los tractoristas de la Caja. La persona encargada de llevar las cuentas de la sociedad fue, durante todo el tiempo de vida de la cooperativa, Don José Gamboa, maestro en Allo durante muchos años. El recuerdo que yo tengo es que tenía una pequeña oficina en la casa actual de Ángel Goñi, el Tahonero, anteriormente casa de Féliz Amézqueta, el carpintero. Don José y su familia también ocupaban el segundo piso en esa vivienda.

Más tarde, cuando la actividad agrícola de la Caja desapareció porque muchos labradores del pueblo fueron comprando sus propios tractores, trilladoras, etc., la Caja en cuestión pasó a llamarse a todos los efectos Caja Rural, lógicamente con otros objetivos. Podríamos decir que una sociedad agraria se transformó por arte de magia en una Caja de Ahorros, tal como hoy la conocemos. Los primeros empleados de esta nueva caja fueron Mª Carmen Íñigo y Ramiro Zufía y comenzaron en la misma oficina donde Don José Gamboa ponía en orden las cuentas de la “Caja”.

Y de la trilladora se pasó a la cosechadora. Fue un salto cualitativo y cuantitativo enorme para el desarrollo del campo y su mecanización. Este verano cuando le contaba a mi amigo Tono mis intenciones de escribir sobre este tema, recordaba cómo su padre, cuando veía en TV las cosechadoras en las enormes extensiones californianas, negaba la evidencia argumentando que no sería nunca posible que una sola máquina pudiera segar, trillar, envasar el grano y lanzar la paja. Pues como dice el dicho, “a veces la ficción supera a la realidad”,  así ocurrió. Llegaron las cosechadoras. Lógicamente aquellas nada tienen que ver con las de ahora en cuanto a tecnología, comodidad, prestaciones, etc. 

Las primeras las trajeron Jesús Fortún y Satur Ulíbarri. Estas eran arrastradas por un tractor que a través del cardan movía la cosechadora. Era necesario un peón, el saquero, encargado de envasar el grano. El corte de aquellas era de 1,70 m., no comparable a los 4 o 5 metros de una cosechadora actual.

Poco tiempo después empezaron a llegar las autopropulsadas, es decir, que no necesitaban ser arrastradas. Era algo frecuente que los labradores volcaran todos sus comentarios en qué cosechadora o máquina funcionaba mejor. Había unas que sacaban el grano muy limpio, pero hacían mucho polvo. Otras hacían menos polvo, pero tiraban mucho grano al suelo. Es decir, había opiniones para todos los gustos. Aparecieron también algunas sociedades entre labradores que se juntaban para comprar una máquina y poder rentabilizarla.

Las primeras cosechadoras que aparecieron fueron las siguientes:

SaturUlíbarri: Epple de color rojo. Decían que hacía mucho polvo.

José Pérez de Ciriza: Class, de color grisáceo. Decían que funcionaba bien.

Tono, Pepe y Antonio (primos entre sí, como los números): John Deere de color verde, poco polvo porque iba muy alta. Tenía el peligro de dar volteta en las fincas ladeadas debido a su altura.

Julio Echeverría, Juan Ignacio Arellano y Alberto Echeverría (contraparientes ellos): una John Deere igual a la anterior.

Francisco Ochoa (Copa) y Jaime Hermoso (El Coyote): otra John Deere.

Luis Zubiría (mi tío), Luis Osaba e Ignacio Osaba: una Volvo pequeña, polvorienta y la campeona de las averías. Mi padre en especial y mi hermano la sufrieron en sus propias carnes y por extensión, mi madre, que tenía que aguantar los cabreos de los dos.

Felipe Esparza y el Chaval (de Andosilla): otra Volvo.

Todas ellas eran de sacos, no llevaban tolba. Había que ir con el tractor y el remolque recorriendo la pieza para cargar los sacos que la cosechadora iba desperdigando por la misma.

Hoy en día, como en todos los ámbitos, la maquinaria ha avanzado muchísimo. Disponen las cosechadoras de ahora de todos los avances tecnológicos que podamos imaginar, además de comodidades impagables.

No quiero olvidarme de anotar los distintos tipos de trigos que se sembraban y que luego Faustino Martínez se encargaría de convertir en exquisitas harinas en su fábrica de harinas. Los más conocidos eran: Catalán, Pané, Navarro y Florencio Aurora, además de alguna otra variedad.

De cebada solamente había dos tipos que parece ser que son los dos que existen actualmente: la cervecera para elaborar cerveza y la caballar para convertirla en pienso para los ganados y animales domésticos.

También se cultivaba, pero en menos cantidad, avena para pienso y ocasionalmente alfalfa y arvejuela, que no son cereales sino forrajes.

En alguna ocasión, como los abonos escaseaban, se sembraba alholva, que se utilizaba para envolver la tierra y hacía el efecto fertilizante. Esta alholva tenía un olor y sabor muy fuertes y daba la coincidencia de que si te comías una liebre que había comido alholva, su carne adquiría el sabor y no era agradable al gusto.

El enemigo número uno de los sembrados era la ballueca, llamada también avena loca o falsa, por su parecido con esta. Tenía la particularidad de que era muy difícil acabar con ella porque maduraba antes que el cereal, se caía el grano e infectaba de nuevo la tierra hasta el año siguiente.

No quiero pasar por alto una curiosidad. La palabra “narria” es un vocablo de origen vasco (en Castilla y León le llaman “trapa”) que, aparte del significado de apero agrícola que ya conocemos, tiene otra acepción: mujer gruesa y pesada que con dificultad se mueve; además de mujer que por llevar muchos guardapiés iba hueca y abultada. No me gustaría que ningún hombre, después de leer esto, utilizara este apelativo para llamar a su mujer o pareja.

Dicho todo esto, me queda recordar con afecto a Oscar Platero que en el Monte ceralista nos dejó y  a Jose Javier Pérez de Ciriza que lo hizo en el asfalto pero llevaba los genes de su padre y su abuelo  que seguro que también regaron con su sudor el Monte. Finalmente agradecer a Jesús Hermoso (Guindilla) y a José Antonio Lacalle (Tono), que dedicaron una mañana del mes de agosto en la terraza de mi casa en torno a una botella de vino y unos cuantos cigarros a informarme de todo el proceso que he explicado en este largo escrito. Asimismo, también quiero expresar mi agradecimiento a Jesús Lacalle (Tono) por permitirme realizar fotos de muchos de los aperos que, a continuación, expongo. Y, para finalizar, un agradecimiento especial al marido de Marisa, propietaria de la gasolinera de Lerín, por haberme dejado fotografiar una trilladora que tienen expuesta junto a la gasolinera.

 

Henos aquí, en la terraza de mi casa, Jesús Hermoso de Mendoza y yo preparándonos para iniciar la charla que más tarde se convertiría en el relato que hemos presentado. A los pocos minutos se incorporó a la conversación José Antonio Lacalle (Tono).

Lorenzo Gambra Zubiría

Noviembre 2013

 

A continuación,  y como complemento e ilustración  a SAN LORENZO, MAL ALVENDADOR,  presentamos un par de reportajes gráficos. Uno de ellos es un conjunto de fotografías que  titulamos ENTRE EL POLVO Y LA PAJA y otro es un fotomontaje titulado LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS: el cereal. Ambos llevan una pequeña introducción.  

 

ENTRE EL  POLVO Y LA PAJA

Esta serie de aperos, muchos de los cuales se transmitían de padres a hijos, eran imprescindibles en las casas de antesmás cuando todas las labores que hemos ido relatando formaban parte de los trabajos y los días cotidianos. Hoy los encontramos limpios de polvo y paja pero cuando realizaban la función para la que se inventaron estuvieron en mayor o menor grado en contacto con el significado literal  de esas dos  palabras. Son dos realidades que  junto al sudor y el calor van unidos  a la mayor parte de los trabajos relacionados con la cosecha de cereales.  Surgen en el proceso de obtener el alimento de la tierra y nos recuerdan que nosotros también hemos sido hechos de tierra, de barro y que ganaremos el pan con el sudor de la frente. Hoy sirven de adorno en las casas que guardan todo. ¡Quién se lo iba a decir a nuestros padres que los cuidaríamos como oro en paño pero no para que no se estropeasen y durasen sino para recordar y con el recuerdo adornar!. Esa escoba de biércol ya no sirve para limpiar eras ni esos botijos para guardar agua fresca de la Fuente. Cuando perdieron su función para algunos se convirtieron en estorbos, en polas y los tiraron; para otros  se convirtieron en algo a “no tirar” y con el tiempo se han transformado en ornamentos teñidos de nostalgia. Eso sí, limpios de polvo y paja.

 

Aquí tenemos una escoba de biércol utilizada, entre otras cosas, para barrer la era.

Una botija, la mujer del botijo, no tiene pitorro. Se usaba para llevar el agua a la era.

Su marido el botijo. De este había que beber a gargalleta. También conocido como “el rallo”.

He aquí una terna. La horca, la hoz y la cazuela o cadoleta. Las tres femeninas.

Otra terna: un robo, el cajón grande, un cuartal, el pequeño y la criba.

En esta tinaja se almacenaba el agua para usos domésticos. Sobre ella, una hoz y una azadilla para escadar.

Un apero de labranza, de una sola vertedera, un alrededor.

 

Recipiente usado para envasar el grano en sacos. Tenía la misma capacidad que un robo.

Un alviento. El rey de la paja. Todas las tareas relacionadas con la paja requerían de un alviento.

El Silo de nuestro pueblo. Un recuerdo cariñoso para Luis Mari Moreno, que ahí dejó su vida.

No cabe duda de quién era el amo del edificio.

He aquí una trilladora. Ajuria ¡cómo no! En aquellos tiempos majestuosa, ahora…la recordamos con nostalgia. Está en Lerín, en la gasolinera.

El cartel da fe de su autenticidad y del modelo, Ajuria nº1. El 643 es el número de serie.

Plano esquemático de las correas para su funcionamiento. Por si quedaba alguna duda.

Esta es la rompa de alimentación de la trilladora. Por ahí subía la mies hasta la boca. La rampa no pertenece al modelo de trilladora. Un carpintero con mucho ingenio la adaptó.

 

 

FOTOMONTAJE  LOS TRABAJOS Y LOS DÍAS: el cereal

Este reportaje visual se inicia con el famoso cuadro titulado “Las espigadoras” (1857). Su autor es un pintor francés, Jean-François  Millet (1814-75). Lo hemos elegido como inicio porque refleja de forma sintética y gráfica el trabajo y la fatiga que supone el cultivo del cereal. Son tres mujeres, pobres entre las pobres, que recogen los rastrojos de paja y las espigas que han quedado en el campo después de segar. Las tres tienen el lomo doblado y esa mano en los riñones de una de ellas protege una de las partes del cuerpo más vulnerables de un labrador. No tienen rostro diferenciado pero no importa. Son un símbolo  de todos los que han vivido agachados sobre la tierra, un símbolo de lo duro que ha supuesto históricamente  ganarse el sustento cotidiano. En su momento fue un cuadro de denuncia social.

Las fotos del reportaje sí tienen rostro pero excepto la última foto del apartado TRILLAR, fotografía  de mi padre ya publicada, no son rostros conocidos, no son gente de Allo. Todas las fotos están sacadas de internet (excepto las imágenes Laboreo, Siega y Trilla, el molón y la segadora vieja que son de Allo).No teníamos de nuestro pueblo pero no importa porque podemos identificarnos con muchas de ellas. Lo que hacen las personas que aparecen nos resulta familiar y conocido, al menos a los que tenemos cierta edad. Lo hemos vivido y lo recordamos  y los  jóvenes quizá lo hayan oído a sus padres o abuelos. Cualquiera de los que salen podía ser de Allo porque todo lo que es de la misma época se parece. Son fotos posiblemente hechas por alguien “de la capital” que llegó al pueblo y les hizo un retrato como cosa curiosa, sin pensar en su transcendencia posterior. En las que han posado sonríen a la cámara,  otras son de las “fotos sin permiso” y recogen con el realismo de la fotografía  el quehacer del momento. Eso sí, la mayor parte son fotos de baja calidad técnica hechas con máquinas que no entendían de megapíxeles pero de gran calidad humana y testimonial.

Hemos seguido el orden de faenas que aparece en el texto principal de Lorenzo Gambra con una gradación fotográfica  temporal hasta lo más moderno. Queremos que sirva de homenaje a todos los hombres y mujeres de nuestro pueblo que con sudor se ganaron su pan y el nuestro. Nuestro bienestar posterior se apoya en las espaldas dobladas de los que nos precedieron. Y un reconocimiento especial a las mujeres que, aunque salen en pocas fotos, sin su trabajo y su ayuda nada de lo que vemos hubiera sido posible.

 

Guión : Esther Zubiría

Realizador técnico: Javier Íñigo

 

 

 

Finalmente dos vídeos más, uno de Montse Aedo titulado Feria rural de Miranda de Arga (Navarra) 2004 en el que las tres primeras imágenes (Laboreo, Siega y Trilla)  pertenecen a una exposición  de aperos del campo que se hizo en Allo en 1982 y todos son  de Allo y todos se han empapado de sus campos y sus gentes. 

El último vídeo titulado Miranda de Arga XIV Día del mundo rural 2013 es de temática más amplia y si uno no está cansado de tanto segar y trillar  pues lo contempla.