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HEMOS MATAU COCHO

-  Madre, mañana no voy a ir a la escuela.

-  Y… ¿por qué no vas a ir a la escuela? ¿Qué fiesta es mañana?

-  ¡Jo!, madre, ningún chico va ese día. Yo no quiero ir.

-  Bueno, ¿qué hay mañana?

-  Pues…que matamos el cocho.

- ¡Ah! ¡Es verdad!, mañana matamos el cocho. Ya no me acordaba. Está bien, mañana sin escuela.

-  Y, ¿a qué hora vienen?

-  Pues a las nueve, como todos los años.

- Bueno, pues me voy a la cama que mañana tengo que madrugar para no perderme detalle.

Al día siguiente me levanto temprano, desayuno, me repeino el flequillo y me siento en la ventana de la cocina a esperar.

-  ¡Madre!, que son las nueve y no llegan.

-  Se habrán retrasado un poco porque estarán matando en otra casa.

-  ¡Madre, madre!, que ya vienen.

La emoción me embarga al ver acercarse a Eladio y a El Rubio en disposición de comenzar la faena.

      El primero en entrar es Eladio, vestido con un pantalón bombacho azul, algo sucio, un jersey oscuro de cremallera y cuello vuelto, calzando unas botas cachuscas y un cigarro de Celtas Cortos en la boca. En la mano lleva una bolsa rígida de cuero negro por la que asoman los mangos de varios cuchillos. En el fondo de la bolsa una pieza de corcho para que éstos no corten el cuero. En la otra mano lleva un gancho en forma de “ese” alargada con uno de los extremos muy puntiagudo y afilado. Detrás de Eladio llega El Rubio, con paso más cansino y con uniforme de trabajo muy parecido al de su compañero. Sobre sus hombros porta un gran banco de madera que servirá de lecho mortal al cocho. También lleva un Celtas en la boca.

      Ese día mi padre y mi hermano no fueron al campo y estuvieron preparando una pequeña hoguera para calentar en un gran caldero el agua necesaria para el proceso de la matanza. También tienen ya dispuestas las hollagas que servirán para choscarrar al cocho y que fueron cortadas en otoño en algún lieco del Monte.

      Yo desde la cocina, con el corazón acelerado y en el cerebro el recuerdo de los chillidos del cerdo en el momento de morir, oigo cómo Eladio hace la llamada pertinente y acudimos todos a su encuentro. Tras un saludo cordial y alguna broma que me gasta el matarife jefe, me atribuye la misión de “tirar de rabo”. Era esta una tarea que se solía asignar al más pequeño de la casa, que consistía en agarrar fuertemente del rabo para  inmovilizarlo en  momento de la muerte y el sangrado.

      Ya está todo listo. Eladio abre la puerta de la pocilga y con gran maestría clava de un golpe seco por debajo de la barbilla el gancho en forma de  “ese”.Una vez sujetado con el gancho es arrastrado hasta el banco de madera y en ese momento todos los hombres de la casa  suben al cocho sobre el banco y cada uno agarra fuertemente  una parte del animal para tratar de inmovilizarlo. Inmediatamente, Eladio saca de su bolsa de cuero un cuchillo llamado de sangrar, que tiene la particularidad de tener doble filo, y se lo clava en el cuello seccionando la yugular. Los chillidos del cocho penetran en los oídos,  y el corazón se encoge por razones, creo yo, sentimentales, ya que ha permanecido durante más o menos un año con la familia. Lo hemos visto crecer, lo hemos alimentado, le hemos limpiado la porciga y por qué no, de alguna travesura tampoco se libraría.

      En el momento que el cuchillo entra en el cuello del protagonista, brota un chorro de sangre muy roja, caliente, espesa, al mismo tiempo que mi tía María, la mondonguera de casa, la recoge en un balde de cinc. Recuerdo con nitidez como metía la mano al balde y movía continuamente el rojo líquido con el fin de evitar la coagulación. Al terminar, su mano y su brazo, quedaban totalmente impregnados en sangre.

      Una vez desangrado el animal se procedía al choscarrado. Consistía en quemar manojos de hollagas sobre su piel para depilarlo y quitar así los pelos o cerdas. Terminada la operación, su piel se quedaba como negruzca, abrasada. A continuación se volvía a colocar al animal sobre el banco de madera para iniciar la tarea de la depilación fina, por llamarle de alguna manera. Consistía en ir frotando con un trozo de teja sin aristas, para no dañar la piel, todo el cuerpo del cocho a la vez que se le echaba agua caliente. Con esta operación la negrura del choscarrado iba desapareciendo.

      Seguidamente con ayuda de un cuchillo basto y agua caliente se raspaba su piel hasta conseguir que apareciese ese color blanquecino característico y terminar así con todos los pelos-cerdas que hubiese en su cuerpo.

      Acabada la operación, se colocaba al cerdo sobre el banco patas arriba y con el cuchillo de mejor calidad, el más fino y afilado, se procedía a abrir el cocho en canal. Recuerdo la maestría de Eladio para cortar desde la cabeza hasta el culo y dejando así las vísceras al descubierto.

      Cuenta el saber popular que el cocho es el animal del que todo se aprovecha, y los chicos añadíamos: “hasta los pitos”, nombre que les dábamos a las uñas que en el momento del choscarrao, con un pequeño giro arrancaban la correspondiente a cada dedo. Generalmente se solían tirar, pero siempre había algún perro callejero encargado de comérselos, o algún chico más espabilado que el perro que también sacaba su gustico chupando los pitos que tenían un sabor a algo choscarrado. Eladio solía hacer alguna gracia para ver cuál de los primos cogía primero el pito.

      Bien, estábamos en que las vísceras del animal habían quedado a la vista, pues, como si de un paquetón se tratara, se iban cortando y separando unas por un lado y otras por otro para darles sus destinos culinarios. Me llamaba la atención cómo todo lo que es el paquete intestinal, es decir, las tripas, intestinos gruesos y delgados…se recogía de un golpe y se echaba en un balde después de haber exprimido la última parte del intestino grueso para quitar los restos de heces que quedaban.

      Hecho el vaciado del animal, se pasaba un trozo de soga sobre el hueso que une los dos perniles (podría equivaler a la pelvis humana) y se colgaba cabeza abajo sobre una madera del techo de la casa o sobre una escalera. Luego se le daba otro lavado con agua caliente y quedaba la operación como finalizada. Así permanecía el cocho colgado hasta el anochecer, tiempo que necesitaba la carne para airearse.

      La matanza duraba una hora, como había empezado sobre las nueve de la mañana, Eladio y El Rubio ya habían hecho apetito. Era la hora de almorzar. Recuerdo cómo mi madre les preparaba un huevo frito con hígado del propio cerdo. Yo, los veía comer con ganas y, sobre todo, acompañar el almuerzo con varios y generosos tragos de vino. De esta manera, el Celtas que vendría después, sabría a gloria.

      Una vez que se habían marchado los matarifes, comenzaba una actividad frenética entre las mujeres de la casa. Los hombres se podían ir al campo, a seguir cogiendo sus olivas y las mujeres tenían que, en primer lugar, lavar una y mil veces las tripas que servirían después para hacer todo tipo de embutidos: chorizos, longanizas, salchichas ( chistorras) y morcillas. Recuerdo que la parte del intestino grueso se convertía en una morcilla muy gorda que le llamábamos “el morcillón”.

      Otra tarea muy divertida era rellenar la vejiga del cocho con la manteca. Aquella se lavaba muy bien, se repelaban todas las partes grasas del animal, se ponían al fuego para convertirlas en un elemento líquido y, usando un embudo que se introducía en la boca de la vejiga (imaginad llenar un globo con agua), se rellenaba de la manteca líquida. Luego, sólo había que esperar a que se enfriase para tener manteca de cerdo utilizada para diferentes recetas de cocina y para merendar extendida sobre una rebanada de pan  y endulzada con azúcar

      Próxima la hora de comer, esperábamos al veterinario (Don Joaquín Fernández de Arcaya), que llegaba a casa y, con una navajica muy pequeña, tomaba tres muestras de carne de diferentes partes: carrillera, pecho y solomillo, las metía en una bolsa de plástico y se las llevaba a su casa para analizar. Con esto, certificaba que el cocho era apto para el consumo y descartaba así, una posible infección de triquinosis muy propia de los cerdos. Me contaba Eladio que, en toda su vida de matarife, sólo en una ocasión se detectó un caso. El cerdo se quemó en el Prau de Chica con el alguacil (Pascual Pérez) como testigo.

      Hablando de la hora de comer recuerdo que durante tres ó cuatro días se comía siempre lo mismo. El primer día comían en mi casa mis tíos y mis primas, que tampoco iban a la escuela en homenaje al cocho, y el menú consistía en una especie de cocido, hecho con los huesos del espinazo, y para terminar, como si del postre se tratara, la morcilla asada.

      Cuando la noche caía, y caía pronto porque estamos hablando de los meses de diciembre, enero y febrero, los matarifes volvían a hacer la ronda por todas las casas en el mismo orden en  que  por la mañana habían matado el cocho.

      Era la hora de descuartizar el tesoro gastronómico. En mi casa, se hacía en la cocina (el lugar más caliente). Se echaban un par de sábanas limpias sobre el suelo y, sobre estas, se colocaba el cocho. Se pesaba con una romana apoyándose sobre un trozo de madera fuerte, generalmente un pugón, Las medidas de peso no eran en kg, sino por docenas. Cada docena equivalía a 4,444 Kg. y tres docenas equivalían a una arroba: 13,392 Kg. El peso medio de los cerdos solía ser unas 25 docenas. El costo de la matanza estaba en función de su peso. Cuenta Eladio que cuando él comenzó cobraba a tres pesetas la docena. Su último año cobraba a mil pesetas por cocho.

      Retomando la tarea de descuartizar, primero se separaba el espinazo y se partía por medio. Luego, por este rigurosos orden, las costillas, los lomos y los perniles. Recuerdo vivamente con qué maestría trazaban Eladio y El Rubio una perfecta circunferencia para dejar magníficamente redondeados los perfiles de los perniles.

Mientras tanto, la gente menuda de la casa íbamos colocando las distintas porciones del cocho en el lugar que nos indicaba nuestra madre, los perniles se llevaban sobre el hombro con sumo cuidado, como si de verdaderos tesoros se tratara,  pensando que, con el tiempo, allá por junio se convertirían en exquisitas magras.

      Los tres ó cuatro días siguientes a la matanza se dedicaban a hacer los chorizos, morcillas, salchichas, etc., que durante un tiempo tendrían que pasar colgados de algún palo para que se secasen y poderlos comer. Lo mismo ocurría con los perniles, después de sufrir un proceso de lavado, salado y prensado.

      Según me contaba este verano Eladio, la temporada de matanza comenzaba en diciembre y solía acabar a últimos de febrero. Lo normal era que una familia con tres ó cuatros hijos matara dos cochos, pero había familias que llegaban hasta tres.

El récord de cochos matados fue de 712 en un año. Me cuenta que su retirada coincidió cuando comenzó a trabajar en la papelera, hace unos 35 años y que curiosamente a partir de la llegada de ésta, el número de familias que criaban cocho fue descendiendo bruscamente debido posiblemente a que la mujer se incorporó a la vida laboral (muchas mujeres de Allo comenzaron a trabajar en la papelera) y que la responsabilidad de criar un cerdo era de las mujeres que permanecían en su casa, ya que los hombres tenían que trabajar en el campo. A este hecho hay que añadir que el nivel de vida mejora, la capacidad adquisitiva aumenta  y ya se empieza a comprar todo en las carnicerías.

       Todo esto que aquí cuento, que  sale de mis recuerdos, quiero que sirva de homenaje en primer lugar, a los desgraciados protagonistas  de la historia : los cochos, que nos sirvieron durante muchos años de alimento básico de cada casa. Después, a las abnegadas madres que criaban uno, dos ó tres cochos  como parte importantísima de sus labores. También a los matarifes, a Eladio, que me dio este verano valiosísima información, a El Rubio, amigo de mi padre, que desgraciadamente ya no está, a Juanito el de Dámaso, que también se fue, y que formaba pareja con su hijo Guindilla.

 

      Y,  los jóvenes de Allo que lean esta crónica de recuerdos, que pregunten a sus padres o abuelos sobre anécdotas, curiosidades o detalles que seguro que muchos se me quedaron en lo más adentro de mis recuerdos.

 

 Lorenzo Gambra