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AQUELLAS FIESTAS….

Aquellas fiestas eran como todas, anheladas, deseadas y esperadas. El hecho de ser “aquellas” ya está indicando un deje de morriña por unos años en que las fiestas significaban un algo especial. Para empezar eran el 14 de septiembre cuando ya las labores veraniegas del campo  habían acabado y el calor de las chicharras nos había abandonado. Equivalían a las vacaciones para la gente, entendidas como no trabajar, en una época en que esa palabra sólo era aplicable a los escolares

 Suponían música, baile, toros, churros, tirapichón y estrenar vestido. Música sólo teníamos por San Isidro, por la Madalena y por las fiestas. Su importancia radica en que no oíamos prácticamente en más ocasiones, exceptuando los discos dedicados por la radio en algún rato que no echaban Ama Rosa. Por eso debíamos saber tantas canciones. Tocadiscos no tenía nadie. A finales de los sesenta ya aparecieron los casettes y ya pudimos grabar cintas con Los Brincos, el Duo Dinámico y Ádamo ( más o menos) . 

Volviendo al tema que nos ocupa, las fiestas empezaban para nosotros cuando colocaban las barreras en la plaza. El bolindianos con las maderas era un auténtico placer porque tampoco teníamos columpios. Eso eran cosas de la capital. Atravesar una madera en la barrera e ir gradualmente subiendo de niveles: en la primera (poco), en la segunda (algo más) y en la tercera… eso era volar. El estómago se te trasladaba a la garganta al subir y  se te creaba un vacío interior al bajar. A veces la compañera te dejaba colgada allá en lo alto y, a pesar del canguelo, veías la plaza desde los aires. Pero al tanto, porque de repente la otra aflojaba y entonces si que te quedabas instantes suspendida antes de bajar zurrumbiando con un hueco en el estómago. Las maderas eran rugosas y con nudos, y a veces tenían clavos, con lo cual alguna que otra marca te llevabas, aparte de los reniegos de nuestras madres que, lógicamente, no les hacía ninguna gracia eso de que nos bolindiariamos . Preocupación común: las dichosas faldas que al bajar se abrían como un paraguas y claro, los chicos estaban también en la misma ocupación y ya se sabe…lo cholorios que son.

Enseguida en la fuente se instalaba el tirapichón “Atraciones de Luis y Pilar” de Mendavia, Telesforo el Churrero y el Gaucho con un tenderete lleno de anillos, castañuelas  y fruslerías de ese tipo. Alguna vez venían también “barcas” de madera, auténtica novedad que nos elevaba a la categoría casi de ciudad. Además nos “daban” de manera artesana: a mano

Hubo en un tiempo una original atracción  proporcionada por los conejos indios de Arrondo, el Sherif. Era una especie de ruleta conejil. Ponía en un círculo unos cajonicos numerados y en el centro otro con el conejo de la suerte. Levantaba la tapa del conejo, salía éste todo despistado como el toro del toril , miraba, levantaba las orejas  y se metía en el cajón que le venía en gana sin saber que su decisión bendecía suertes o desataba juramentos. El que había apostado al número del cajón elegido le echaba piropos Bien has hecho, majo. Los perjudicados por la suerte conejil se acordaban de su madre, la coneja. La expectación era grande, todos alrededor del círculo y, como en las ruletas, siempre había alguno que se picaba hasta que el puto conejo entraba en el cajón elegido. Unos ganaban ……y muchos perdían. Cosas de conejos.

Hablando de cajones teníamos otro: el cajón de las sorpresas de la tómbola.  Se rifaba el último día  con lo cual teníamos seis días de suspense, de miralo y de remiralo. Aquí la sorpresa no era la decisión del conejo  sino la que te la llevabas tú si te tocaba porque grande…era mucho grande pero…. me cagüen pa lo que tenía…te podía salir hasta un calcetín y una caja de mistos. Y lo contento que te ponías si te había tocado el cajón de las sorpresas ¿qué? Te convertías en protagonista  como al que le había pillao el toro porque todo el mundo preguntaba ¿a quién l’ha tocao el cajón?.

En aquellas fiestas había un trío,  una santísima trinidad: tres personas en una y una sola gracia verdadera: Danielico, Chomin y Pardo; Pardo, Danielico y Chomin; Chomin, Pardo y Danielico. Es igual. Eran la risión. Se disfrazaban, cantaban, hacían la mujer sin brazos, imitaban… Estos sí que eran auténticos animadores o al menos ese es el recuerdo que me ha quedado a mí

Dejando de lado estos divertimentos que tenían al personal entretenido todas las fiestas, empezaba el día con el pasacalles matutino de los de Cintruénigo. Sin necesidad de mirar el programa porque no había, teníamos por la mañana el “toro ensogao”, como testifican algunas fotos de esta web. Salía de la plaza, todo el pueblo era un hipotético encierro pero fundamentalmente lo llevaban para la fuente y la carretera, supongo que sería porque en la fuente el espacio era amplio, el paredón hacía de barrera  y el toro/vaca podía repostar bebiendo agua del pilón. A veces se escapaba, una vez en concreto hasta La Somada y otras veces acababa tan hecho polvo que lo llevaban los mozos con dos maderos como si serían anganillas.

Después de comer solía haber CONCIERTO en el baile de Arturo (el Izaguirre actual para los más jóvenes). Llamémosle VARIETÉS porque la protagonista no era la música sino las animadoras. ¡Qué animadoras¡ ¡Qué jacas! Todo empezaba con el cartel anunciador. Paco (Paquito entonces), hijo de Arturo, con una caligrafía primorosa roturaba en una pizarra con tizas de colores el anuncio del concierto que luego colgaba en el bar a la entrada del salón de baile, transformado en salón de conciertos. Tenían su miga  tanto por la forma como por el fondo. Un ejemplo podría ser: “Hoy 16 de septiembre de 1964, gran concierto de música amenizado por la orquesta Amanecer acompañada de la escultural vedette “La Meneos” ”. Y luego añadía debajo: “Esmerado servicio de barra y mesa”. Este esmerado servicio solía estar a cargo de el Feo y Cabigordo . Se bebía café y copa de coñac, anís o ron escarchao. Las mujeres un refresco: Kas o Fanta. El Feo, mítico camarero del bar de Arturo, era aquel de A joderse, todos café cuando en una mesa le pedían  distintos tipos de cafés.

Famosas vedettes-animadoras fueron La Faraona, que más tarde formó equipo con Esteso, y la Menchu. Las animadoras animaban, se remangaban, se contorneaban, se daban revueltillas, se cambiaban de vestido, cantaban un poco y enseñaban otro poco. En conclusión: caldeaban el ambiente, de manera que luego en los toros, todos toreros.

En la plaza, rodeado el vallado de carros y galeras para que se instalase la gente, y posteriormente de remolques, nos esperaban la banda de Cintruénigo que disponía de un tablado propio (el tablao de la música), Don Serafín en un balcón del Ayuntamiento con una enfermería improvisada y el alcalde Ángel Aramendia en el balcón principal junto con la autoridad correspondiente de la Guardia Civil. Ya con anterioridad el día de la Magdalena por la noche se iba a casa del alcalde a pedir vacas para las fiestas. Ángel Aramendia sacaba un pañuelo blanco por el balcón y ya se sabía que tendríamos vacas de Macua, el de Larraga.

Una vez medio instalados, Pochoncho regaba la plaza con “la Pipa” de coger agua en la Repalva, con parsimonia, todo bien regadico. 

A veces se hacía El Espejo, especie de paseíllo con caballos engalanados y alguna señora puesta  a juego para la ocasión. Danielico, Soria, Michel Zalduendo… eran algunos de los que solía tirar o salir con los caballos. De mujeres, que hoy diríamos marchosas, eran famosas las Marturet, compañeras habituales del trío y la Umbelina de los Lángara

El rato previo a los toros era también cuando se aprovechaba para las

escenificaciones de los artistas locales. Fue famosa la vez en que Danielico vestido de húngaro con un carro y  una cabra, Sabanazas de húngara con un crío y Chapero, el hijo de la Marcela, imitando a un mono, hicieron las delicias del personal. Realmente Chapero parecía un mono, era ágil y flexible. Se dice de él que se metía una naranja madre en la boca y le daba vueltas. Aquel día lo demostró. De vez en cuando, entre monería y monería, de un salto se ponía en los brazos de Danielico que, como paterfamilias del grupo, lo llevaba de una correa.

En otra ocasión Danielico cortaba la cabeza de Chomin con un serrucho y Sabanazas esperando la sangre con un balde, como si sería un cocho .

Una vez César Goicoechea, Cabigordo y Fermín Arza  revestidos de alguaciles con porra y gorra,  parodiaban a las autoridades, como si serían el Ayuntamiento y los alguaciles. Iban por la calle poniendo orden y haciendo mucha risa.

Un año fuimos todos convidados a una boda. Las peladillas eran de yeso. Las había hecho Matadoves. No hubo necesidad de gritarles lo de Lacios...chamurridos…, fueron generosos. Tampoco hubo imbiones para llenarte los bolsillos y sí muchos parabienes a los contrayentes y piropos a la novia

 Todas estas cosas, como dice Chomin, eran improvisadas. Ellos hacían, la gente se reía, eso les animaba y seguían haciendo risa.

Entonces en la plaza los mozos salían más a toriarLa plaza tenía una personalidad y un encanto que ni por asomo tiene la plaza actual, clónica como tantas cosas. Los gritos eran los mismos pero quizá más sentidos porque era  gente del pueblo.  Solían venir “maletillas” y,  durante un tiempo medio fijos, Los Camiseritos, ya con categoría de novilleros. El último día a veces se hacía el Empastre o Charlotada  con vaquicas pequeñas “trabajadas” por especialistas.

 

El día para los pequeños acababa con la CONGA, antes de cenar. Los críos y las madres bailábamos en la plaza con los de Cintruénigo y los mozos y mozas lo hacían en el baile cerrado de Arturo. Cuando éste acababa aparecían por la cuesta y entonces era el momento de bailar  todos jotas y sobre todo la Conga. Una única conga  deslizándose como una serpiente por la plaza al ritmo que marcaban los músicos, más lento o más rápido. El polvo, el calor y el sudor eran los protagonistas. Los compases finales eran rápidos, casi corriendo te agarrabas fuerte para no soltarte y acababas como con una especie de borrachera en la que se mezclaban la emoción de sentirte parte de un todo, el cansancio, el polvo, el calor y el sudor. Eran las fiestas.

 

Ya de adolescentes, y tal como venían  los tiempos, nuestra generación femenina empezó a entrar en lo que llamábamos “piperos”, zurracapotes, hasta entonces privilegio exclusivamente masculino, con gran escándalo social y sobre todo de Don Ricardo que debía comprobar baldíos sus esfuerzos para inculcarnos decoro en la infancia. Tenían tocadiscos, era la época de La vida sigue igual de Julio Iglesias, Si yo tuviera una escoba de Los Sirex y sobre todo de Noches de blanco satén y Con tu blanca palidez  en que todo se hacía más lento. Ya íbamos al baile de Arturo que, modernizado con unas luces de neón, nos recibía con una oscuridad donde brillaba lo blanco. Era un ambiente en blanco y negro: dientes blancos, camisas blancas, vestidos veteados de blanco…a veces transparencias… y cuerpos, caras y aire negro.

 

Nos fuimos haciendo mayores…, cada mochuelo a su olivo…, cada oveja con su pareja… y hasta hoy.

 

No quiero acabar sin recordar a Javier Ulíbarri, amigo, alegre y festero. No sé si pasaría algunas fiestas sin estar ronco desde el primer día.

 

Igualmente un agradecimiento a Joaquín Iñigo que, máquina en ristre, dejó constancia de todos nosotros porque también formaba parte de las fiestas ir a ver las fotos que nos había sacado Joaquín.

 

 

Esther Zubiría