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¡JODER, QUÉ FRÍO! … Y HAY QUE COGER OLIVAS…

 

Un olivar, un olivo y, debajo de éste, un hombre que parece ordeñar las ramas del olivo. Visto por detrás, viste pasamontañas de lana, abrigo gordo tres cuartos, pantalón bombacho arremetido por los calcetines oscuros, también de lana, y calzado con albarcas rellenas de paja para aislar los pies del frío suelo. Su espalda, por encima del abrigo, está cruzada por dos ramales. Por delante, apenas asoman los ojos a través de la pequeña abertura del pasamontañas. Un cunacho de tamaño mediano cuelga por delante, sujeto al cuerpo por un entrelazado de sogas con el objetivo de que las olivas, al ser ordeñado el árbol, caigan dentro. Se protege los dedos pulgar, índice y corazón con unos rudos dediles que le permiten ordeñar las ramas del olivo sin temor a producirse pequeños cortes. Esta sería “groso modo” la imagen de un olivarero del siglo pasado, cuando en nuestro pueblo se recogía la oliva procedente de olivos autóctonos por el sistema del ordeño. Pero algo parecido a aquel proceso de cambio que se produjo con el cultivo de la viña y del espárrago, que ya conté  en su correspondiente apartado de FAENAS AGRÍCOLAS, se ha producido en Allo con el cultivo del olivar, pero a menor escala. 

El olivo constituye uno de los cultivos tradicionales más antiguos de la Europa mediterránea, de clima templado y cálido. Resulta muy difícil precisar el sitio exacto donde se cultivó por primera vez, y, aunque las investigaciones parecen sugerir que sus orígenes habría que buscarlos 4.000 años A.C. en la antigua Mesopotamia, que coincide políticamente, más o menos, con las actuales naciones de Irak e Irán, lo cierto es que existen referencias históricas de su cultivo en la mayoría de culturas del Próximo Oriente y Mediterráneo Oriental. Forma parte de la trilogía mediterránea: vid, trigo y olivo, traducidos en: vino, pan y aceite.

Aparece con frecuencia en los monumentos egipcios, como la tumba de Tutankhamon donde se encontraron figuras de coronas hechas con sus ramas. Recordemos cómo en el Antiguo y Nuevo Testamento (cultura judía) el olivo y las ramas de olivo están muy presentes por ejemplo en el Arca de Noé o en el episodio del prendimiento de Jesús cuando estaba orando con sus Apóstoles en el Huerto de los Olivos. También podemos destacar la importancia del aceite dentro de la liturgia religiosa (los óleos). Los griegos, que junto a los fenicios fueron responsables de la expansión de este cultivo en la Península Ibérica, le dieron una importancia capital, considerándolo un árbol sagrado y mágico. La ciudad de Atenas estaba completamente decorada con jardines donde el olivo era la planta principal y nadie podía cortarlo o herirlo sin sufrir la pena del destierro. Recordemos cómo premiaban a los vencedores en las Olimpiadas con una corona realizada con sus hojas. Esta misma veneración fue continuada por los romanos y por los pueblos sucesores que convirtieron esta planta no solo en un símbolo de paz y fertilidad, sino en un cultivo fundamental y su producto, el aceite, objeto de comercio a lo largo y ancho del Mediterráneo.

En el siglo pasado, en nuestro pueblo el cultivo del olivar obedecía fundamentalmente a una economía familiar. Cada familia poseía una pequeña cantidad de olivos que cultivaban para su propia subsistencia (era necesario tener diez olivos mínimo para poder ser socio del Trujal Cooperativo, según recoge el artículo 5 del Estatuto del Trujal Cooperativo). Esta pequeña cantidad de olivos permitía disponer de aceite durante todo el año. Cierto es que otras familias de mayor potencial agrario poseían mayor cantidad de olivos, lo que les permitía también vender parte del aceite obtenido.

Hacia la segunda mitad del siglo XX, podemos enumerar los términos municipales olivareros por excelencia, es decir, aquellos términos que estaban plantados de olivares con olivos autóctonos. El nombre genérico de La Olivera comprende: Chorota, El Catano y Liboca. Aparte de la Olivera, están otros términos como Parte La Cruz, San Sebastián, La Plana, La Atalaya, El Alto de la Lucía, Santiago y El Corral de la Villa. 

Hoy en día, cuando principalmente en verano recorro andando los diferentes términos de nuestro campo, observo cómo ha ido cambiando el paisaje, cómo ha aumentado el número de plantaciones olivareras, además de que se han introducido nuevas variedades y nos podemos encontrar con nuevas plantaciones de olivos por cualquier término. Allo se ha convertido como consecuencia en un bicultivo, si se me permite la expresión: cereal y olivo.

Los olivos de estas nuevas variedades que se han introducido en la actualidad nada tienen que ver con el olivo autóctono, ni en la forma de plantar ni en el tiempo necesario para recoger su primera cosecha. La manera de plantar un olivo autóctono era la siguiente: se cortaba una rama o un esfornocino con un trozo de zueca, allá por el mes de marzo, y se enterraba en un buen montón de tierra. Este procedimiento, que en opinión actual es erróneo, demoraba la brotación durante mucho tiempo y el crecimiento del olivo se hacía eterno. Existía un dicho que explicaba este proceso: “El que plantaba un olivo no cogía oliva de él”. El olivo, recordemos, es un árbol milenario.

En las plantaciones antiguas de olivos autóctonos se plantaban 15 olivos por robada. Por otra parte, era frecuente ver viñas salpicadas de olivos u olivares salpicados de cepas. Esta peculiaridad obedecía a que cuando una viña se hacía vieja y se iban secando cepas, para aprovechar los huecos se plantaban olivos contando con el largo tiempo que ese nuevo plantón (olivo nuevo) tardaría en dar fruto. Mediante este proceso, una viña, con el paso de los años, terminaría en olivar sin perder ningún año la cosecha de uva ni la de oliva. Esta manera de hacer respondía a unas épocas  en que el tiempo no contaba y en que los modos y maneras se transmitían  y se pensaban de generación en generación.

De vez en cuando, en algún olivar, entre olivos autóctonos aparecía un ejemplar diferente, más grande, que producía otro tipo de oliva que maduraba antes y que producía menos kilos a pesar de su tamaño. Eran los llamados olivos machos. ¿Cuál era el motivo de esta peculiaridad? Nadie supo contármelo. Podemos deducir que tal vez ayudaran a la polinización. Esa puede ser la razón. La naturaleza es sabia.

La producción normal de un olivo era de unos 14 kilos. En los años excepcionales de buena cosecha, se podría llegar a 18 kilos que, medido a la antigua usanza, equivaldría a un robo. De la misma manera que la producción de cada olivo era diferente dependiendo de la bonanza del año, lo mismo ocurría con el porcentaje de aceite que daba un kilo de oliva. A este dato los agricultores se referían como “pagar”. “¿A cómo ha pagado la oliva este año?” se preguntaban. Lo normal era un 26%. Algún año extraordinario cuentan que pagó al 32%. 

Comenzaba la campaña de la oliva como a mediados del mes de diciembre (dependiendo del año) y terminaba también a mediados de enero. Este trabajo se hacía penoso, sobre todo por el tiempo, pleno invierno, con nieblas frecuentes, heladas persistentes, en resumen, por las inclemencias del tiempo que hacía que estos días alrededor de la Navidad se pasaran con el moquillo colgando.

Eran aquellos otros tiempos en los que el proceso de recogida de la oliva y su molienda no estaban sujetos a normas tan estrictas como en la actualidad. Por acuerdo de los miembros de la Junta del Trujal Cooperativo, se anunciaba el día en que podía comenzar la recolección, sin tener muy en cuenta el grado de maduración del fruto. Una vez que todos los socios habían recogido su oliva, de nuevo la Junta Directiva se encargaba de hacer un sorteo consistente en rifar una letra y, siguiendo el orden alfabético, los socios podían ir llevando la oliva al Trujal. Como esto no ocurría hasta que estaba prácticamente toda la oliva recogida, no quedaba más remedio que almacenar ésta en las casas. 

Cada día, después de recoger el fruto, al llegar a casa, había que limpiar de hojas la cantidad de oliva recogida. Para esta tarea, se empleaba un artilugio llamado “zalandria”, cuyo verdadero nombre sería posiblemente “zarandea”, procedente del verbo “zarandear” (mover, agitar). Una zalandria es una rampa de madera de 1,50 metros de altura elevada por dos patas plegables. La superficie de la rampa está compuesta por unos listones redondos alineados a lo largo de la rampa, que a la vez tiene dos niveles de caída. Estos listones están separados unos de otros por un espacio por el cual no pueden colarse las olivas, pero sí las hojas. Consistía la tarea en ir dejando caer las olivas por la rampa. En este recorrido, las hojas se colaban por los espacios libres entre listón y listón y las olivas caían al final de la rampa, donde otra persona se encargaba de ir almacenándolas en un montón (el tamaño del montón dependía lógicamente de la cantidad de olivas de cada productor) y quitando los ramilletes que, por su tamaño, no se habían colado por las rejillas. 

Como decía anteriormente, no se podía entregar la oliva hasta que la recolección no había terminado. ¿Tenía mucho sentido tener almacenada la cosecha en casa durante quince o veinte días dado lo delicado del fruto? No, no tenía mucho sentido, pero antes las cosas se hacían de este modo y la gente se aferraba al tradicionalismo o, mejor dicho, al inmovilismo, al “siempre se ha hecho así”. ¿Qué ocurría entonces? Pues recuerdo cómo los montones de oliva, almacenados en graneros o bajeras, rezumaban un líquido que pringaba el suelo, además de iniciar un proceso de podredumbre que no era nada bueno para la calidad del aceite que se iba a obtener. Era normal que el día que te tocaba entregar la oliva, al volver a envasarla en sacos o comportas, emanaran de aquel montón vahos, efluvios y gases procedentes del proceso de putrefacción que había comenzado en el montón de olivas. Tostones de oliva, envueltos en moho, era lo más normal. Esta manera de hacer parece que obedecía a tiempos duros, difíciles, de escasez, donde imperaba aquel refrán de “Todo es bueno para el convento”. Sí, sería bueno para el convento, pero la calidad del aceite que se obtiene hoy nada tiene que ver con la que se obtenía antes. Hoy en día, la normativa sobre la recolección y la molienda es mucho más estricta y aquel que no cumple con ella sufre sanciones. Y… ya sabemos… ¡Cuando nos tocan el bolsillo…! Encuentro un paralelismo entre la recolección y molienda de la oliva y la vendimia y el proceso de obtención del vino en cuanto a que se daba más importancia a la cantidad que a la calidad del producto. Actualmente, se prima más la calidad que la cantidad.

Al hilo de la importancia que tenía para los pequeños agricultores la cantidad de olivas obtenida en cada cosecha, ya que suponía el disponer o no de aceite para todo el año, recuerdo que una de las tareas más penosas y previas era la recogida de suelos.

 Bien, centrémonos en la tarea propia. Se realizaba en pleno invierno, cuando los días son más cortos. Por ello, había que aprovechar las horas buenas del día. Según amaneciera, con grandes heladas, nieblas persistentes o el día excesivamente crudo, como decimos en Allo, se comenzaba la tarea a una hora u otra. Eso sí, había que ir bien abrigados y, sobre todo, bien calzados porque los pies sufrían el contacto del frío suelo y se quedaban congelaus, como chinchurros

Se comenzaba recogiendo los suelos, es decir, aquellas olivas que habían caído al suelo producto de su excesiva madurez o por algún día de fuerte viento. Se comenzaba así para evitar pisarlas. A continuación, preparados con el cunacho por delante y bien sujeto a la espalda, se empezaba a ordeñar el árbol. La forma dada a los olivos tras la poda era totalmente intencionada para que estos no fueran muy altos y así poder coger desde el suelo, sin tener que trepar, la mayor parte de la oliva. La poda consistía en dejar al olivo con muchas faldas y pocas copas. No quiere esto decir que a algunos ejemplares hubiera que subirse con el cunacho por delante haciendo equilibrios propios de un profesional del alambre. Cuando el cunacho se iba llenando y las sogas que lo sujetaban al cuerpo iban apretando los hombros, se vaciaba en un saco. Los sacos eran los envases más cómodos para transportar la oliva desde el olivar hasta la casa. 

Una vez terminado de ordeñar el árbol, se volvía a coger los suelos porque, en la maniobra del ordeño, algunas olivas no entraban al cunacho y se caían. Esta labor de coger los suelos era la más penosa. Había gente que no hacía esta tarea, tal vez porque no les era rentable teniendo en cuenta el tiempo que se perdía. En estos casos aparecían los “cogesuelos”, personas con pocos recursos económicos y/o que no tenían olivos y se dedicaban a coger los suelos de los olivares una vez que allí se había terminado la recolección. Era esta otra manera de procurarse una fuente de ingresos.

Hoy día pocos son los agricultores que utilizan el método del ordeño para la recolección. Ahora se colocan unas mantas que cubren toda la superficie que abarca el árbol y se utilizan unos aparatos llamados vibradores, que aplicados al olivo van tirando las olivas al suelo sobre las mantas. Una vez que han caído todas, se recogen de la manta, se envasan en sacos y se colocan en otro olivo. Según me cuentan, hay  dos clases de vibradores. Los vibradores de dedos harían la función de los dedos humanos, es decir, de una ordeñadora mecánica. La otra clase, apoyada sobre una rama, produce un fuerte movimiento vibratorio que hace caer las aceitunas. Seguro que a la vez que leemos esto, nos estamos acordando de que los métodos utilizados, ordeño, vibradores, nada tienen que ver con el utilizado en la zona olivarera por excelencia, Andalucía, donde utilizan el método del vareo. Parece ser que nuestros olivos autóctonos sufrirían mucho los golpes de las varas y las olivas no caerían al estar mucho más arraigadas.

Durante el mes de diciembre, cuando se produce el solsticio de invierno, los días eran tan cortos que había que aprovechar al máximo el tiempo  de luz disponible. Se comenzaba lo más temprano posible, cuando la mañana templaba un poco, aunque algunos valientes desafiaban las inclemencias del tiempo. A media mañana se almorzaba bocadillo de salchicha (ahora chistorra), propio de aquella época en que ya nos habíamos liquidado al primer cocho. Por supuesto de pie (¡cualquiera se sentaba!). La comida también se hacía de una manera rápida. No hacíamos siesta, pero después de comer teníamos la buena costumbre de humear entre las ramas de los olivos con el cigarro en la boca. Hacia las cinco y media de la tarde tocaba la retirada después de haber pasado un día que pa qué. Se llegaba a casa y nos esperaba la zalandria para retirar las hojas, porque el exceso de hojas tenía como consecuencia un descuento en el peso. A todo este trabajo se le conocía con el sintetizado “ir a l’auliva”, es decir, ir a coger olivas. Trabajo, que como todos los de recoger los productos del campo, era duro pero aceptado como tal. Y sin protestar.

Un olivar requiere ciertas labores para que su producción sea buena y su aspecto agradable. En Allo decimos “¡Qué limpio está este olivar!” Bien, antiguamente antes de la llegada de los tarangos y mulas mecánicas, allá por los setenta, los olivares se labraban con los aladros de vertedera tirados por los ganados, hasta que estos fueron sustituidos por los tarangos y mulas mecánicas.

Cuando se hacía con los machos y las mulas, como estos no se podían meter debajo del olivo, siempre quedaba una parte sin cultivar junto al tronco. Esta parte había que cavarla a mano con azada. La tarea se llamaba “cavar olivos”, que por cierto, era morrocotuda. Teníamos que agacharnos debajo de un olivo a cavar todo alrededor y cuando acabábamos uno, íbamos a por el siguiente. Había expertos cavadores de olivos que hacían verdaderas obras de arte… ¡qué vale la construcción de las pirámides de Egipto!

Allá por los meses de febrero, marzo o abril, se llevaba a cabo la poda con dos herramientas, un serrucho y un gancho. El primero se usaba para cortar ramas de grosor considerable y el segundo, para aclarar las ramas. Luego había que recoger los restos de la poda (olivastros) y hacer en medio del olivar una hoguera para quemarlo. ¡Qué olor más característico desprendían los olivastros! En otros casos, si había algún lieco cercano, se arrojaban sin contemplaciones y nos evitábamos la hoguera. Otra tarea que requería el cuidado del olivar era “esfornocinar”. Es el esfornocino una ramica que sale del tronco del olivo y sin función productora. Por ello, allá por el mes de agosto o septiembre, se cortaban para dejar el tronco limpio de parásitos o chupones. Antiguamente (solo hace 40 o 50 años), no se untaban los olivos y ocurría que algunos años, favorecidos por el tiempo u otros factores ambientales, los olivos enfermaban de una plaga llamada negrilla o cochinilla, consistente en que la hoja perdía su verdor y adquiría una tonalidad negruzca. Otra bastante frecuente era la conocida como “potras”, especie de verrugas que pudren la madera.

En la actualidad, hay productos químicos (untos) que combaten eficazmente estas enfermedades. Si los “untos” curan, los abonos fertilizan. Ambos suponen un avance en el cuidado de los olivos. Antes nunca se abonaban, ahora sí, lo que contribuye a una mayor producción.

Antes de la constitución del Trujal Cooperativo de Allo, existían en algunas casas “fuertes” molinos de aceite o trujales donde se molía la cosecha propia y las de otros pequeños productores que no disponían de trujal particular. Los más conocidos fueron los Azconas y Vidal Lacarra en el Pozarrón, los Jiménez, donde antes estaba el río o lavadero, el de “La Amparo” en el Prau, Casa Busto, donde viven los hermanos Fernández Urabáin (en Valdeajos), el de los Ulibarri en la calle Sancho el Fuerte, convertido ahora en pisos, el de los Montero instalado en la casa actual de los Lucea y en la casa de los Fortún.

 

 

En los últimos años de la década de 1940, los pequeños productores sienten la necesidad de crear un Trujal Cooperativo mirándose en el espejo de la Bodega Cooperativa Vinícola que ya lleva más de 20 años funcionando. El 6 de abril de 1948 queda constituido el Trujal Cooperativo de Allo con la firma de sus estatutos. 

Según mis fuentes, es D. José Garraza, del cual ya hemos hablado en otros momentos en su relación con la Bodega, el que facilita el terreno donde se construye el edificio conocido como el Trujal. Para su construcción, se trajo piedra del campo de Allo con carros tirados por caballerías. En los estatutos del Trujal que adjuntamos a este escrito, se puede leer con todo detalle la formación de la Cooperativa, condiciones, derechos, deberes, etc. de cada socio.

El Trujal tuvo una vida activa de 48 años y por él pasaron los siguientes presidentes (no están en orden):

  •          Clemente Portillo
  •          Severiano Lucea
  •          Jesús Fortún
  •          José Luis Hermoso
  •          Félix Hermoso
  •          Eladio Ganuza
  •          Ramón Hermoso
  •          Juan Miguel del Portillo

Los mandatos eran de 4 años, aunque como se puede deducir, algunos presidentes repitieron.

El Trujal, situado en la calle del Obizcal, es un edificio modesto tanto en sus dimensiones como en su majestuosidad si lo comparamos con la bodega. De planta rectangular, en su fachada principal en la calle del Obizcal, se observan dos muelles de carga a los que se accede por unas escaleras que invaden parte de la calle. Están situados a la izquierda y derecha del edificio. A través de sendas puertas se accede al edificio propiamente dicho. Si abrimos la puerta de la izquierda, nos encontramos con un primer espacio utilizado como almacén receptor de las olivas. Una báscula pequeña se encargaba de pesar las olivas que se entregaban, bien en sacos o en comportas. Lo normal era hacer una pesada de cuatro sacos o una comporta. Me cuentan que lo máximo que solía pesar esta vieja báscula eran 200 kg. En los últimos años de actividad del Trujal, se colocó una báscula nueva de suelo capaz de pesar hasta 600 kg (cuatro comportas). Una vez pesadas, se vaciaban sacos o comportas en el almacén. El encargado del Trujal revisaba si la oliva entregada había sido bien cernida por la zalandria. En caso contrario, si había exceso de hojas, se penalizaba con una merma en la pesada. Se me antoja tarea comprometedora porque a nadie le gusta que le quiten aquello que es suyo.

Junto al montón de olivas que se iba formando, había una tolba que recibía las paladas de mercancía que echaban los peones. Por debajo de la tolba, asomaba un sinfín encargado de transportar las olivas al siguiente espacio. Este sinfín tenía la particularidad de que atravesaba el tabique que separaba el almacén del segundo espacio. A través de una puerta, quiero recordar de vaivén, se accedía al segundo espacio donde nos encontramos con el molino, encargado de triturar las olivas, y una batidora que recibía la masa triturada por el molino. La batidora estaba formada por dos recipientes, uno dentro de otro. El recipiente del exterior contenía agua caliente a más o menos 60º para lo cual  se utilizaba una estufa alimentada con huesillo (hueso de la aceituna) de gran poder calorífico y/o leña,  en un sistema como  si fuese al baño María. La función que tenía era facilitar la manejabilidad de la pasta al hacerla más blanda. 

Junto a la estufa, había dos prensas encargadas de prensar esa pasta obtenida en el molino y acondicionada en la batidora con la ayuda del calor de la estufa. Además en este espacio, el de actividad más frenética, había unos pequeños raíles por los que circulaban tres vagonetas encargadas de llevar la masa ya dispuesta en capachos a la prensa. Se distinguían dos tipos de capachos: el macho y la capacheta con reborde. Se iban colocando uno sobre otro formando una torre. La vagoneta se encargaría de colocarla en la prensa. Esta prensa, que terminaba en forma de embudo, al recibir la presión hacía que el aceite se escurriera por un canalillo hasta las pilas, que estaban situadas en un tercer espacio al que se llegaba bajando unas pequeñas escaleras. Eran estas pilas seis grandes contenedores comunicados entre sí. Tenían agua en cantidad decreciente. Debemos tener en cuenta que la oliva, como cualquier otro fruto, es muy rica en agua y del prensado salían aceite y agua mezclados. Pero, aprovechándonos de la sabiduría y pragmática de la naturaleza, el aceite, con menor densidad, se depositaba encima del agua en estos seis contenedores. El primero de ellos tenía mucha agua y poco aceite, pero en el último, la circunstancia era contraria.

Una vez por semana, los lunes, se limpiaban los contenedores. A esta tarea se le llamaba “retrujar”. El agua tintada de color oscuro iba a parar a la acequia de la fábrica de harinas, que continuaba hacia el Pozarrón, Aitárbela, etc. Este agua, turbia y de mal aspecto, contaminaba los campos y el río Ega, según Medio Ambiente. Este fue el motivo, sin duda, la razón primera y principal de que nuestro Trujal dejase de moler. 

En un principio, tras muchas amonestaciones de Medio Ambiente, se optó por hacer un pozo séptico en Peñazos. El agua que salía del Trujal era recogida en una cisterna que tenía Alberto Echeverría y trasladada hasta Peñazos. De esta manera, se estuvo algunos años, pero a Medio Ambiente tampoco le gustó esta solución, así que se decidió paralizar la actividad y llevar la oliva a moler al Trujal de Mendía de Arróniz. El último año que se molió en Allo fue en 1995. La cosecha del 96 fue la primera que se subió a Arróniz. Fue una pena, porque según me contó Eladio Ganuza, último presidente del Trujal, se había equipado éste con nueva maquinaria y, si no hubiese sido por esta circunstancia, nuestro Trujal podía haber seguido moliendo esos 300.000 kg de oliva que se solían coger en Allo.

Junto al espacio donde se encontraban las pilas del aceite, había otra zona donde se almacenaba el huesillo, que no era ni más ni menos que los residuos que quedaban después del prensado. Este se vendía a empresas de Pina de Ebro y de Andújar. En estas empresas se volvía a reprensar y se obtenía el llamado aceite de orujo. Los residuos del hueso propiamente dicho se utilizaban para alimentar calefacciones, dado su alto  poder calorífico. Además, en este mismo espacio, había una báscula donde se pesaba el aceite que se entregaba a los socios. Hace muchos años se envasaba en unos recipientes como de acero inoxidable parecidos a gigantescas lecheras. Se llevaban a casa, se vaciaban en los tinos del aceite y de nuevo se devolvían al Trujal. En los últimos años de actividad del Trujal, el aceite se subía a Arróniz y nos lo envasaban en garrafas de plástico de cinco litros. Este espacio donde se entregaba el aceite coincidía con la puerta derecha de la fachada.

De mantener la actividad del Trujal durante la época de la molienda se encargaban los peones, que así los llamábamos. Trabajaban en dos turnos de 10 horas cada uno. El primero comenzaba a las 3 de la mañana hasta las 13 h. y el segundo desde las 13 h. hasta las 23.00 h. En los últimos años se les obligaba a tener un certificado de manipulador de alimentos. En las primeras décadas, allá por los 50, 60, 70 y 80 no tenían contrato de trabajo. Se les hacía un seguro colectivo de accidentes con vigencia para todos los días que durara la campaña. En los últimos años, ya gozaban de contrato temporal con alta en la Seguridad Social. No podemos omitir la larga lista de peones que han pasado por el Trujal: El Hortelano, El Paleta, Agapito Hermoso, Gordito, Braulio, Aurelio Alonso, José Luis Arellano, José Díaz (Chepe), Jesús Ochoa, Felipe Esparza, Jesús Mª Aramendía (El Chato), Jesús Arrondo (El Chérif), Daniel Ochoa, Antonio Arana, Pascasio, Ramón Pérez, José Luis Basterra o Esteban Montoya (Vinagre).

Del correcto funcionamiento de las máquinas que ponían en marcha la actividad en el Trujal (prensa, molino y motobombas), se encargó durante muchos años mi tío, Luis Zubiría. Después de su muerte se ocupó de esta tarea mi amigo Javier García “El Rojas”.

En la década de los 50, 60 y 70, los mayores productores de oliva del pueblo (no están ordenados por el número de kg cogidos) eran: Severiano Lucea, Daniel Montoya, Miguel Montoya, Pablo Macua, Ángel Aramendía, Teófilo Basterra, Julián Arellano, los Elarres y José Pérez de Ciriza.

Ya he comentado la función principal de la estufa que había en el Trujal, pero tenía otra función: la social. Acudía de vez en cuando la gente al Trujal a matar un rato en las largas horas de invierno y aprovechaban la estufa para hacerse unas pringadicas (tostadas de ajo y aceite). También cuando uno venía de juerga nocturna y necesitaba echarse algo a la “batidora” del estómago. El proceso era el siguiente: había que disponer de un pan redondo del día anterior (se hacían en nuestras tahonas). Se cortaba una buena rebanada. En los primeros tiempos se ponía a tostar pinchada en una horquilla de palo, más tarde se hizo una parrilla en la que cabían tres rebanadas. Una vez tostado el pan, se untaba bien de ajo. Se echaba el pan a la pila del aceite para que se empapara bien y luego se sacaba. El que tenía paciencia lo volvía a calentar, se le añadía sal y se le acompañaba de unos generosos tragos de vino. Aquello era un auténtico manjar. Me cuenta mi vecino Eladio, al cual agradezco toda la información que me ha aportado este verano sentadicos en un banco en el Raso, que en los últimos años no se permitía hacer tostadas porque se entretenía a las personas que estaban trabajando. Para revivir esta tradición, desde hace varios años en Arróniz se celebra el día de la tostada el último domingo de febrero. Curiosamente, tengo que decir que un día, oyendo el programa “El Larguero” de la Cadena Ser, su presentador, José Ramón de la Morena, dijo que el día anterior había estado celebrando el día de la tostada en Arróniz. Recibí la noticia con emoción.

La liquidación del aceite se hacía de la siguiente manera: todo el mundo retiraba todo el aceite que le correspondía o lo vendía directamente del Trujal o a particulares. Si la oliva pagaba al 25.50%, el Trujal se quedaba el 0.50% para cubrir gastos de la molienda. Si el rendimiento era del 25,15%, el Trujal se quedaba el 0,15%. Si este porcentaje no cubría gastos, se aplicaba otro al kg de oliva entregado.

Como ya he dicho antes, el Trujal de Allo estuvo moliendo hasta 1996. A partir de entonces, como ya conocemos, la oliva se lleva a moler a Arróniz, al Trujal Mendía, que no solo es de Arróniz, sino de muchos más pueblos. Tenemos la idea de que nuestros vecinos “Sopicones” son los mayores productores de oliva de Navarra, pero nada más lejos de la realidad. Cuando en Allo se cogían 300.000 kg, en Arróniz 1.000.000, pero habría que preguntar por la producción de Larraga, Sesma, etc. Ahora las condiciones de recogida y entrega de la oliva son mucho más estrictas. Hay que cogerlas en las fechas que te indican y en las condiciones que te indican. Sirva este ejemplo: el 70% negra, el 20% roja y el 10% verde, en sus diferentes grados de maduración. 

Para concluir este viaje por la oliva, me gustaría agradecer a Eladio Ganuza (último presidente del Trujal), a mi primo Antonio Arana (que trabajó varios años como peón) y a Juan Miguel del Portillo (también presidente) por haber colaborado en la construcción de esta historia. Adjunto los primeros estatutos, así como títulos de socios de mis abuelos, de mi padre y otros familiares que ilustran el contenido del escrito.

 

                                                        Estatutos           Títulos

                                              

Lorenzo Gambra

Diciembre de 2012

 

 

 

Disponemos de abundante material gráfico para acompañar el trabajo sobre la recolección de la oliva. En la primera parte del reportaje fotográfico( LAS EDADES DEL OLIVO), queremos comparar la vida del olivo con la vida de una persona, desde que nace hasta que muere. En un ejercicio de imaginación, comenzaremos por el periodo de gestación, cuando enterramos una ramica de olivo con su zueca. Así permanecerá mucho tiempo hasta su brotación, momento comparable al alumbramiento. La tierra que acoge esta ramica y su zueca bien podría ser el seno materno. Después, durante su crecimiento, pasará por distintas fases o épocas, que pueden significar las diferentes edades del hombre. Cada una de estas etapas tiene sus características propias, con una misión determinada que la particulariza

La segunda parte ( ME MIMAN Y ME ESTRUJAN) otro grupo de fotografías recoge los diferentes cuidados que necesita un olivo a lo largo de su vida, de la misma manera que una persona necesita determinadas atenciones en las distintas etapas de su desarrollo. Acabaremos con imágenes del Trujal y el hacer de sus trabajadores. Las fotos de este apartado nos las ha proporcionado Montse Aedo, a la que de nuevo agradecemos su gesto.

 

 

 

           LAS EDADES DEL OLIVO

 

Éste todavía toma biberón. Se tiene que apoyar en un palo que le sirve de soporte, de la misma manera que los bebés se apoyan en sus padres. Ni siquiera va a la guardería. Cerca vemos a su hermano gemelo. De hecho, viven en la misma casa (el mismo olivar).

 

Este ya camina, se ha soltado a andar, aunque todavía haya que estar muy pendiente de su crecimiento porque no camina muy seguro y alguna rama se despendola.

 

A éste ya le han comprado el uniforme para ir al cole. Es un parvulito. Pronto aprenderá a leer. Mira qué majo se cría.

 

¡Uy, pero qué mayor te has hecho! Hemos dado un salto grande. ¡Cómo pasan los años! Ya hemos terminado la Educación Secundaria Obligatoria. La adolescencia se ha instalado en casa. Ya nos podemos preparar.

 

Creo que podremos pasar a Bachillerato. Este ejemplar promete.

 

 

¡Buenoooo! Estamos terminando la universidad. Pronto recogeremos nuestros frutos, que tiempo, cuidados y dedicación le han costado.

 

Parece que hemos encontrado trabajo. ¡Con los tiempos que corren…! Ya nos hemos incorporado al mundo laboral. Nuestro esfuerzo de juventud da sus frutos.

 

Este fue compañero de estudios, no estudió tanto  y se puso a trabajar pronto pero qué buenos frutos echa. La cuestión es esforzarse y hacer bien lo que uno hace. Está en otra empresa y el dueño está encantado con él. Promete.

 

Soy joven y parece mentira que pueda aguantar tanto ramaje y eso que en esas fechas ya habían cogido las olivas. Estaba contento y mi dueño también pero vinieron unos hielos y nos dejaron así, congelaus. Nos quedamos tiesos y a algunos las ramas les llegaban hasta el suelo. El verde-oliva se transformó en blanqui-oliva pero este nuevo traje nos sienta bien. Otros árboles vecinos en estas fechas no tienen hojas y parecen esqueletos escarchaus, como los que se metían en el ron,  pero nosotros seguimos siendo espectaculares de cualquier color.

 

Aquí, una foto con todos sus compañeros de promoción en la cena de reunión de antiguos alumnos. Unos son más guapos que otros pero todos majos y formales. Hablan de trabajo, de olivas jóvenes y de juergas “ventoleras” pero sobre todo de…olivas. Lo buenas que están, las verdes, las moradas, las negras…todas, todas están mucho buenas.

 

Ya tenemos experiencia laboral. Ya soy talludito. Me han dado mi primer cargo de responsabilidad.

 

En plena madurez, a pleno rendimiento. Seguro que ando por los cincuenta. Me expando en forma de michelines.

 

¡Ay! Con esta reforma laboral no sé si podré jubilarme, aunque llevo muchos años cotizados…Pero bueno…Parece que los políticos nos quieres exprimir hasta el hueso. Pase lo que pase, yo aguanto. Tengo buenas raíces.

 

Yo soy su compañero de trabajo y me encuentro en la misma situación. Somos mayores, tenemos ganas de jubilarnos, pero aún podemos dar mucho de nosotros mismos. Y además estamos de buen ver, aquí hay sustancia y experiencia. Estamos imponentes.

 

Como mis dos compañeros anteriores, trabajo en la Piedra Culeca, también llamada “La Piedrecha”.

 

Nosotros sí que estamos jubilados...aunque la pensión no nos da para mucho, así que no tenemos más remedio que seguir produciendo.

 

Dicen que somos de los más viejos del pueblo. Vivimos en El Cerrau de Montero.

 

Ya casi no me queda pelo. Un poco en la nuca y por detrás de las orejas. Pero bueno, todavía me puedo peinar.

 

Mal plan tengo. Me han salido manchas en la piel. Tendré que ir al médico. Me tendrán que hacer un cultivo. ¡Mala pinta tiene esto…! Vivo en ElCerrau de Montero. Antes, tenía como vecinas a La Balsa y La Balsilla. Llevo tantos años aquí y he visto tantas cosas…Ahora ya no se oye el “güesque oh” y el “pasallá”, pero en el mes de agosto, colocan una cosa grande y redonda que se llena de gente que grita sin parar. De vez encuando, se oye música y hasta se me mueven las hojas. El que tuvo retuvo y guardó pa la vejez.

 

Estas fotografías fueron tomadas en ElCerrau de Montero, en La Pierda Culeca, en El Olivar de Evaristo Arza, en El Corral de La Villa (Olivar de Eusebio Gaínza) y en Miravete.

 

 

ME MIMAN Y ME ESTRUJAN

Este hombre se dedica a untar el suelo alrededor del olivo con herbicidas para impedir que salgan hierbas y, así, se evita el agotador trabajo de cavar olivos.

 

 

CUNACHOS Y SACOS: envases necesarios para la recolección de la oliva por el método tradicional del ordeño. Cuando el cunacho se llena y pesa sobre la espalda, se vacía en el saco.

 

He aquí los rudos dediles que protegían los dedos de posibles cortes cuando se ordeñaban las ramas.

 

Aquí no se necesitan cunachos. El aceitunero, con una máquina vibradora a su espalda, zarandea las ramas para que el fruto caiga al suelo, donde previamente se han colocado unas mantas.

 

 

Una pequeña tijera de mano utilizada para podar. Su misión es aclarar las ramas. ¿Habrá sustituido la tijera al gancho de antesmás?

 

Y… ¿Por dónde empiezo? Parece pensar este experto podador, serrucho en mano.

 

Ya lo tengo claro, quitaré esta ramica que sobra.

 

Es noviembre, el 28. La oliva ya está cogiendo color. Se aproxima la fecha de la recogida.

 

Una zalandria. Creo que no necesita más presentación. Ya se explicó en el documento.

 

 

Una zalandria en plena actividad. Olivas por un sitio, hojas por otro.

 

Título de amortización perteneciente a Segundo Aedo.

 

 

Año 1985. Aquí tenemos en plena faena a los peones del Trujal. Curiosamente, estos cuatro que aparecen aquí no están en la lista del escrito. Deben pertenecer a las últimas generaciones o últimos años de molienda (todavía quedaban once años de funcionamiento de nuestro Trujal). Si mi vista no me falla, son: Antonio Pérez (El Salchicher  o), un hijo de Andrés Vergara, Camarones, sin barba y con pelo corto, y…al cuarto no lo conozco. Ojalá se vea en la foto y se identifique a través de nuestro correo electrónico. ¿Qué hacen? Pues…desde la batidora, con una pala, llenan las capachetas que van colocando en la vagoneta.

 

Si entramos al Trujal por la puerta de la izquierda, este es el primer espacio. Servía para la recepción de la oliva. A la derecha, se ve la báscula (la moderna) y a la izquierda, la tolba, que con su sinfín arrastraba la oliva al segundo espacio. De las personas de la foto, que por cierto van bien abrigadas, reconozco a Luis Arellano y el que está de espaldas con gabardina tres cuartos podría ser Eliseo Arrieta.

 

Año 1982. Esto debe de ser los infiernos, como así llamaban al tercer espacio del edificio. De nuevo aparecen peones que no están en mi lista. Pues los nombro: Goyo Garnica, Andrés Platero, Fº Javier Arellano y los que están de espaldas…pues no sé quiénes son. Esperamos sus identificaciones. Aquí no están las mujeres pero lavar esos monos empapadicos de aceite ha de ser cosa fina.

 

Vista del edificio del Trujal desde la calle de El Obizcal. Como reza en la pintada de su fachada, parece que la calle sirve de almacén. ¡Qué manía!Edificio sencillo pero que cumplía todas sus funciones, excepto la que obligó a cerrarlo. Lamento que no me fuera posible hacer fotos en el interior del Trujal, que nos indicarían el estado actual en el que se encuentra.

 

Lorenzo  Gambra

Diciembre 2012