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LA CULTURA DEL AGUA Y SUS CIRCUSTANCIAS

Sería a principios de los sesenta, tendría yo unos 7 u 8 años cuando trajeron las aguas a Allo. Recuerdo el primer tubo con agua corriente manar de la Cuesta del Hospital. Aquello era una novedad para toda la gente del pueblo y en especial para los críos que veíamos como algo mágico salir un chorro de agua de aquel tubo. Poco a poco fue llegando el agua corriente a todas las casas. Aprovechando esta circunstancia se fueron encementando las calles y con ello se acabó el ponernos perdidos de barro cuando llovía. Todo esto era una señal de prosperidad. El agua venía de un manantial de Abárzuza ( me consta por una lugareña que todavía hoy sigue dando litros y litros sin parar) y se distribuía para Allo, Lerín y Andosilla. Recuerdo asimismo cómo se hizo famoso el término municipal de Santiago porque allí fue donde se instaló el depósito de las aguas que luego se derivaban hasta el pueblo.

 

Es lógico deducir que, antes de esta fecha, en los hogares no había agua corriente y, por tanto, se deducen las incomodidades que esto acarreaba para el funcionamiento de una casa. Imaginemos por un momento para entender este fenómeno que en nuestras casas no tuviésemos hoy en día agua corriente. Todos estos problemas se resolvían con imaginación y aprovechamiento de los recursos de los que el pueblo disponía. Para el agua de uso doméstico se utilizaba el agua de La Fuente ( símbolo identificativo por excelencia del pueblo) que venía del manantial, llamado la Fuente de Doña María, que se encuentra junto a la fábrica de harinas. El agua tenía que ser acarreada principalmente por las mujeres en cántaros y cántaras apoyadas con especial gracejo sobre la cadera en algunos casos y en otros sobre un rollo de tela que se colocaba en la cabeza y sobre él el cántaro, haciendo un extraordinario ejercicio de equilibrio. Esta agua así transportada hasta casa, se guardaba en grandes tinajas para distintos usos domésticos. El agua utilizada para beber requería que se fuera todos los días, un poco antes de comer, para que estuviera fresca ( gran virtud de esa fuente). Esta tarea la hacíamos principalmente los más jóvenes de la casa que nos mandaba nuestra madre un poco antes de que llegara el padre de trabajar del campo para que tuviese el agua fresca. No faltaban los reniegos cuando nos entreteníamos con algún amigo y llegábamos tarde a casa. Para este menester se utilizaban botijos y botijas. Los primeros eran más pequeños y tenían un pitorro para poder beber a gargalleta y las botijas eran algo más grandes y se solía beber a morro. Más de un disgusto nos hemos llevado cuando algún botijo o botija se rompía por el camino por no prestar la suficiente atención.

 

Para lavar las ropas existía junto a La Fuente un lavadero, río le decíamos, de forma cuadrada donde las mujeres con baldes metálicos llenos de ropa y su pastilla de jabón casero acudían una o dos veces por semana a lavar sus ropas. Recuerdo con qué maestría y destreza las mujeres enjabonaban, restregaban, enrollaban, desenrollaban, aclaraban y escurrían sus  prendas en aquel lavadero sobre unas losas de piedra ligeramente inclinadas para facilitar el lavado. A las chicas después de la escuela, al mediodía, les encantaba ir a enjuagar en el chorro de agua limpia que entraba por un lateral y así imitar a las madres.

 

Recuerdo también cómo una familia del pueblo una vez por semana  ( me parece que los jueves) se dedicaba a limpiar el lavadero para quitar los restos de jabón que se adherían a las paredes de piedra, así como las algas verdes que se adosaban del mismo modo. Para los chicos/as esto era un grato entretenimiento y pasábamos muchas horas mirando fijamente cómo lavaban y limpiaban nuestro entrañable lavadero.

 

La Fuente, con cuatro chorros de agua corriente y permanente, desahogaba en el pilón, que se usaba como abrevadero para los animales de tiro. Una suave rampa adoquinada para evitar los resbalones de los machos, mulas, burros, burras, caballos y yeguas, bajaba hasta este pilón donde mataban su sed las bestias del pueblo. Era costumbre llevar a los animales a abrevar por la mañana antes de ir al campo y luego al anochecer, ya de vuelta a casa después de una jornada de trabajo.

En más de una ocasión en las fiestas, algún forastero, después de pelearse con algún mozo del pueblo, terminaba remojado en el pilón.

 

Existían otros lugares donde se almacenaba agua de lluvia que luego se le daba su utilidad pertinente.

 

En las afueras del pueblo, en el barrio de la Balsa, de ahí su nombre, existía una balsa destinada sobre todo al abrevaje de los animales que accedían por una rampa adoquinada parecida a la del pilón. En el extremo opuesto había unas pequeñas escaleras de piedra que utilizaban las personas para llenar sus cántaros. La balsa se encontraba justo donde ahora se instala la plaza de toros en las fiestas y muy cerca estaba la balsilla separadas más o menos por lo que ahora es la carretera de Sarrió. Es lógico deducir que la balsa era más grande y con más identidad que la balsilla. A esta acudían las mujeres, de la misma guisa que a la fuente, a coger agua para cocinar. Era un agua más limpia y más de  canales (de lluvia) porque allí no bebían los animales.

 

En los fríos inviernos en la balsa se formaba una gruesa capa de hielo que se utilizaba como pista de patinaje ( no era la única, otra era la cuesta que baja de las monjas a la carretera). Incluso en bicicleta hemos atravesado la zona helada. Más de uno la probó en sus propias carnes al romperse el hielo en el intento de atravesar la superficie.

 

Pero el lugar por excelencia para la recogida de agua para guisar era la Repalva. Tenía algo especial el agua que se almacenaba allí. Según las mujeres, las legumbres ( alubias, lentejas, garbanzos…) salían mucho más ricas.

 

Era tan especial que un señor de Allo que vivía en El Raso, conocido por todos como Pochoncho, con un carro-cisterna tirado por un macho, se dedicaba a traer agua de la Repalva que luego la vendía a tanto el cántaro. Esta singular cisterna se la conocía con el nombre de la “pipa”. No era un trabajo fácil pues Pochoncho tenía que llenar a pozales la “pipa” y luego transportarla hasta el pueblo, así varias veces al día. También había gente que iba a cogerla directamente allí. Hoy todavía existe pero muy degradada.

 

No hay que olvidar que Allo es un pueblo con  muchas minas de agua subterránea  y muchas casas tenían su pozo.

 

De todas formas, cualquier lugar donde corriera o manara agua era importante para la vida del pueblo. Por ello en algunas acequias en pleno campo se construía un bebedero aprovechando algún remanso. Recuerdo el bebedero de Aitárbela, el del Pradillo, el del Pozarrón etc…Asimismo el campo de Allo estaba salpicado de aljibes o pozos de agua utilizados para saciar la sed tanto personas como animales.

 

Hasta ahora  bien o mal hemos solucionado el tema del agua para satisfacer algunas necesidades: beber, lavar, guisar, necesidades para los animales de carga y domésticos…pero nos falta algo importante como: después de defecar ¿de qué cadena tiramos?

 

Bueno, pues el pueblo tenía varios puntos estratégicos llamados cagatorios que, como su nombre indica, eran lugares destinados a cagar. Podríamos decir que eran cagatorios públicos (los privados eran los “descubiertos” y corrales de las casas). La gente, ante la necesidad imperiosa de un apretón, olvidaba su pudor y acudía raudo a estos lugares para dar de comer a las moscas del pueblo. Que yo recuerde existían los siguientes: en el Raso ( precisamente en el rincón de la panadería de la Tahona, la actual casa de colonias), en la Alameda ( detrás de la Harinera), en la Dula ( ahora silo de cereales), detrás del Santo Cristo, en Garchena, en una cuestecica que hay detrás de la casa de Ignacio Pérez “El salchichero”. Seguro que se me olvida alguno. No era raro ver al anochecer a alguna persona con un cunachico pequeño o un pozal acercarse al cagatorio más cercano a tirar su preciado tesoro. Podríamos hablar de inodoros portátiles. También se tiraba allí la poca basura que no se podían comer las gallinas y los cochos.

 

 Cosa curiosa, estos lugares dependían del Ayuntamiento y éste cada cierto tiempo obligaba a limpiarlos. Se hacía por rigurosos turnos entre la gente del pueblo que prestaban sus servicios al gobierno municipal. Estas peonadas de obligado cumplimiento y sin remuneración se conocen con el nombre de “vereda” y tenían como objetivo la mejora de las zonas comunes. Se solía hacer en tiempo de poco trabajo en el campo, lo que se conocía como la Sanmiguelada allá por el mes de septiembre. Cuentan que los más pudientes pagaban un dinero al Ayuntamiento y éste les eximía de trabajar los días asignados. Otros trabajos que se solían hacer en “vereda” eran el arreglo de caminos, calles etc. Posiblemente el nombre de vereda proceda de esta última tarea.

 

Y tal como pone en muchos sitios: “hasta aquí llegó la riada”,  pues hasta aquí llega por hoy el tema de las aguas en Allo.

 

CONTINUARÁ…..

Como ocurría en las comedias, ahora llega el descanso. Toca vender números para la rifa de la colcha o sobrecama, siempre de colores brillantes, mucho maja. No cojamos las sillas y vayamos para casa o a los toros si estamos en el concierto, que esto no se ha acabado. Volveremos después del verano. Esperamos la colaboración de la gente.

 

Junio de 2005

 

     Lorenzo Gambra

 

Es él, Fulgencio Osaba, conocido como “Pochoncho”. Mira a la cámara, sonríe, se le ve feliz, con bastón de mando como diciendo: “Aquí estoy yo”. 

 

Viste de verano, con sus bombachos convertidos en bermudas (¡Qué curioso! antes, de chicos, nos moríamos por llevar pantalón largo y ahora, de mayores, nos gusta ir con pantalón corto), camisa blanca y de manga larga, como debe ser, y tocado con una minúscula boina a semejanza de un solideo papal, al ser “Pochoncho” la máxima autoridad en cuestiones del agua.

 

A su lado, su macho, engalanado para la ocasión, con su cabestro, su quitapón, su collarón, su sillín, su zafra, su barriguero. Las orejas erguidas en actitud de trabajo y metido en varas, arrastrando el torpe y pesado carruaje de ruedas de llanta.

 

La pipa, pues eso, una pipa de madera (se define por sí sola), que la veíamos muy grande, con mucha capacidad y que “Pochoncho” llenaba de pozal en pozal bajando y subiendo por las pequeñas escaleras que accedían a La Repalba. Al hilo de esto, si nos fijamos en su calzado, observaremos cómo el pie derecho calza una zapatilla, seguro que azul y de agujericos, y en su pie izquierdo, una albarca. ¿Sería el pie izquierdo el que introducía en el agua para llenar los pozales?

 

Por detrás, se ve a jóvenes que hacen ademán de seguir al aguador, como si levantara expectación a su paso.

 

La foto no está hecha en el Raso, donde él vivía, sino en una calle cualquiera, calles que tantas veces recorrió anunciando agua de la Repalba de propiedades milagrosas para la cocción de las legumbres.

 

Lorenzo Gambra

 

 
         

LA “CULTURA DEL AGUA” EN EL CUARTEL DE ALLO

De pronto dejó de jugar y enfiló la rampa de acceso al portal para seguir por la escalera y llegar al piso lo más rápido posible. Había empezado a llover y lo hacía con intensidad. Tenía que dar la noticia a su tía: está lloviendo, está lloviendo… gritó alborozado en su lenguaje de seis años.

 

La tía había llegado unos días antes a Allo para asistir a su hermana en el inminente parto que se presentaba complicado y estaba entretenida en faenas caseras, ajena a inclemencias del tiempo. 

 

-Pues muy bien, Jesusín, deja que caiga, contestó, al mismo tiempo que seguía en sus quehaceres.

 

El pequeño, contrariado, repitió el mensaje varias veces, hasta que la insistencia hizo que la tía Basi consultara con mamá, que descansaba en la cama:

-  Margarita, el niño no hace más que repetir que está lloviendo, que está lloviendo.

- Dale un balde vacío, que ya sabe qué hacer con él, contestó Margarita.

 

Y el chaval salió con el balde metálico hacia la escalera, al portal y a la calle buscando un canalón donde poder recoger el agua de lluvia. Había cumplido su “obligación” y estaba orgulloso, aunque le costó encontrar uno desocupado. Únicamente había cuatro y los compañeros de juego habían sido más rápidos que él. La búsqueda le supuso mojarse más de lo previsto, risitas de los coleguillas y reprimenda del Guardia de Puertas por sacudirse las gotas a la entrada del cuartel.

 

        La historia tiene más de sesenta años, y el protagonista soy yo, Jesús Medina (Jesusín), hijo del Guardia Benigno ( a quien apodaron “el Chato”) y de Margarita.

 

        ¿ Por qué lo del balde y el agua de lluvia?. Lorenzo y Esther en el capítulo I de COMEDIAS Y VARIETÉS, hablan de la “Cultura del agua” en Allo y esa cultura se me inculcó de pequeño; hoy es el día que la sigo llevando a la práctica de modo natural, sin darme cuenta ahorro agua porque siempre tuve conciencia de que es un bien escaso.

 

        Siguiendo con el balde de agua de lluvia o agua de canales como dicen en Allo, diré que era una manera sencilla de tener agua de calidad a coste cero, de ahí la competencia buscando el canalón que daba más caudal. Cuando llovía mucho no importaba porque había para todos y bajaba limpia de impurezas del tejado, pero si llovía poco la cosa cambiaba.

 

        Comprar agua o no hacerlo suponía un gasto/ahorro; no recuerdo cuantas ochenas o cuatrenas era un balde porque de las finanzas se encargaban los padres. Lo que tengo en mente es que la llegada del aguador era un rito en el cuartel. Apenas asomaba el carromato que llevaba la cuba y arrastraba una mula por la carretera de Lerín, el Guardia de Puertas (encargado de la vigilancia diurna del cuartel), avisaba al resto de moradores con la voz de: “Agua de Charrin”, repetida un par de veces. Si había chavales por la puerta no hacía ni falta avisar porque éramos nosotros los que dábamos los recados. Era “agua de Charrin” (no recuerdo lo de Pochoncho), él Charrin y ella la Charrina.

 

 La tarea de aguador correspondía, por lo general, a los chavales/as, tanto la de agua de lluvia como  la de ir a la fuente con botijos, en esto no había diferencia con el resto de mocetes del pueblo. Gustos y disgustos en los viajes de ida y vuelta….., muchísimos.

 

Agua de lluvia, agua de la Repalva acarreada por “Charrin”, agua de la fuente del pueblo y agua del pozo. En el cuartel también había un pozo y el agua se sacaba manualmente con una  bomba que la mayoría de las veces había que cebar y hay que ver cómo nos costaba hacerlo. Al lado del pozo  había un cobertizo acondicionado como lavadero con amplia pileta que utilizaban las mujeres para lavar la ropa que luego secaban en tendales comunitarios. El trabajo era llenar la pileta de agua para el aclarado y vigilar para que nadie levantase, graciosamente, el tapón de vaciado.

 

El pozo daba agua bastante como para cumplir la tarea del lavado/aclarado de ropa y regar los pequeños huertos que cada uno tenía en la parte posterior del acuartelamiento: cuatro lechugas y poco más. El más apañado de todos, en cuestiones de huerta, era en la época que yo recuerdo el guardia llamado Gregorio, de Azagra, un artista y entusiasta del cultivo. Su hija era Conchita….

 

Mi madre solía “machacar” a mi padre con: “Aprende de Gregorio”……

En lo que era experta mi madre era en cuestiones de gallinero, teníamos algún que otro animalillo para el consumo: gallinas, conejos y cerdo (también llamado cuto). Un trocito de la huerta estaba con alfalfa para los conejos y cómo la comían, para mí era un espectáculo. Alguna vez nos mandaban a por “lechocinos” y nos poníamos como “cirineos”.

 

        Con la alfalfa tenía un dilema: mi mente no concebía que se segara y volviera a nacer, que no se secaba nunca, que siempre estaba verde. Llegué a pensar que mi padre hacía “milagros”.

        Los gallineros eran artesanales: unos de adobes y carrizos, otros de piedra y tablas; cada uno con su propia arquitectura y diseño, y cerrados con alambrada (el plan general de urbanismo era “muy permisivo” en aquellos años).

 

 Lo que no recuerdo es si el traslado de algún guardia a otra localidad daba opción a los que se quedaban a cambiar de huerta o gallinero. 

 

La huerta y el gallinero “mataron” el hambre muchas veces; también, y hay que decirlo con orgullo, muchos vecinos de Allo contribuyeron al bienestar de las familias del cuartel. Entonces yo no me daba cuenta, el mundo infantil no sabe, o no debe saber, de problemas y estrecheces para sacar adelante una familia y más si es numerosa, como las de entonces; pero lo he oído muchas veces en casa y será verdad. Muchas gracias, por la parte que me toca.

Estos son algunos recuerdos de un chico del cuartel ( hoy abuelo) que tendrán continuidad completando y enriqueciendo las vivencias de aquellos años cincuenta, lejanos y a la vez cercanos y enternecedores  para los que los vivimos en Allo.

 

Jesús Medina

Enero de 2014

 

¿Quién haría esta foto?. Llegó alguien y se corrió la voz: chicas…arrejuntaos que nos sacan un retrato y así lo hicieron, sonrientes y en escala se pusieron todas a un lado, el lado de la entrada al río o lavadero. Detrás, algunas casas dejan ver sus entretelas de piedra encaladas.

 

Me suenan muchas caras pero no recuerdo los nombres. Claramente reconozco a la Anun, niña que  en el lado izquierdo restriega con energía alguna camisa. En el centro inconfundibles Josefina,  futura madre de Rolando Zurbano, agarrada a Carmen  Vergara. Detrás, entre ambas, Carmen la Garrota  y delante Flor Asín. A la derecha  la Chaparrera con alguna hija (posiblemente la mayor). Es de las pocas que no sonríe porque me parece que la hija ha recibido algún reniego. Vemos a Lola Rufo, la única que lleva gafas, en el extremo izquierdo y en el otro extremo, agarrada al pilar, la futura madre de los Urmenetas. En esta foto hay muchas futuras madres: de Rolando, de José Arza, de mi amiga Mª Dolores y su hermana Luisa Mari, de la Floramari, de las Chaparreras, de Cecilio Díaz…

 

Vemos las pastillas de jabón casero que se hacían con sosa y aceite de cocina usado, los montones de ropa que había que enjabonar, restregar y aclarar o enjuagar. Las chicas aprendiendo el oficio, los brazos remangados, los delantales en su sitio, las caras serenas, el pelo recogido… Están trabajando y cotilleando. El río era el lugar obligatorio de reunión de las mujeres, donde todas tenían que ir, excepto las pocas ricas que contrataban a otras para que les lavasen. Allí se cocían las noticias y de allí una salía habiendo leído el HOLA del pueblo. Los ¡andandas! , los ¡pues chica..! y los ¡qué pruebas de paciencia! salpicarían las conversaciones. 

 

Son nuestras madres y abuelas que nos lavaban la ropa a mano y nos la planchaban con planchas de carbón, luego con planchas que se calentaban en la cocinilla y se les escupía para constatar si habían alcanzado la temperatura adecuada y, finalmente,  con las primeras eléctricas. Todo se planchaba porque las telas así lo requerían y esa era una de las funciones de las madres, amas de casa.

 

Esta foto procede de los archivos de Joaquín Íñigo. No sabemos el  porqué pero se conserva en forma  de postal y debió pertenecer al boticario de la Plaza. Conserva el color sepia y  las manchas y desgaste de una foto muchas veces toquitiada. La verdad es que es una joya, es un homenaje a aquellas manos maternas que, a pesar de los sabañones invernales, seguían sacando las manchas con jabón de poca espuma y agua fría. Un auténtico retrato de época que yo calculo a principios de los años 40 porque la gran mayoría de ellas son chicas jóvenes aunque por el tipo de atuendo hoy nos parezcan mayores.

El río estaba conectado con la Fuente de la que recibía el agua. Agua dura y fría. A la izquierda, entre la pared del redoncho de la Fuente y el techo del lavadero había un par de pilares que hacían como de ventanas. Me contaron que ahí se subían los chicos para verles la regachera a las mujeres. Y como todo pecado tiene su penitencia, a veces, por donde cómodamente se asomaban, estaba enchuchado y se llevaban la sorpresa. También las chicas se subían para tirar piedras y que “salpicaría”, con los consiguientes reniegos  de las mujeres. Pero llegó un momento que hubo que mirarlo con otros ojos. Ya no nos servía. Las lavadoras lo jubilaron.

 

 Ahora, donde antes se iba a lavar,  se va a que los hijos y los nietos jueguen. Hoy su lugar lo ocupa el parque infantil al lado de la Fuente.

 

FIESTAS

 

No hay mujeres lavando. A ninguna mujer se le ocurriría ir al río en esos momentos porque son las Fiestas  y el toro ensogado, que en realidad es una vaca, seguro que acudiría al pilón a saciar la sed. En este caso, más que vaca es una vaquica que, aparentemente, no puede con su alma. 

 

 Nos importa el lavadero, el río. Se ven perfectamente los huecos superiores, a modo de   ventanas, que lo separaban de la Fuente. Aquí era donde se subían los chicos y las chicas porque implicaba un cierto riesgo y porque se vislumbraba el lavadero desde arriba. El lavadero era más bien cuadrado con el  tejado inclinado y abierto en el centro. Hasta parece adivinarse un color del agua distinto al agua de los pilones.

 

Hay que ver cómo se reparte este espacio del agua: el lavadero, monopolio de las mujeres; los pilones, monopolio de los hombres; la Fuente, mayoritariamente chicos/chicas y mujeres… y el paredón, casi exclusivamente masculino. Desde este último se observaba todo el  movimiento del personal que, necesariamente, por una u otra razón  tenía que acudir a la zona: ya fuese  a lavar, a por agua o a dar de beber a los machos. Aún le quedaba a este espacio del agua unos cuantos años de dar servicio al pueblo, de estar en activo.

 

En Fiestas, el paredón resaltaba sus características de buen mirador en primera fila del espectáculo. Al fondo, la caseta de madera del Tirapichón o de  Telesforo, el churrero, adosada a otra caseta  cuyo tejado, bastante poblado de criaturas, hoy nos escandalizaría. No les dejaríamos subirse. Por aquella zona vemos mujeres pero con vestidos, faltaban todavía bastantes años para ponernos pantalones.

 

Respecto a la vestimenta de los hombres podemos observar que apenas existían las camisas de manga corta y menos los vaqueros. Existían las camisas sin más,  que en verano se arremangaban, y los pantalones eran o bien de mudar o bien de trabajar. En las fiestas se usaban los de mudar porque la esencia de las fiestas era no trabajar. En esta foto, en primer plano de espaldas, vemos a uno que claramente va vestido de una manera más moderna, con camisa de manga corta. Pues resulta que era uno de Madrid y que a continuación de esta instantánea la vaca se arrancó contra él, lo levantó en l’aire y se quedó medio muerto. Como resultado del golpe salió muy averiado  y al cabo de unos años volvió al pueblo a dar las gracias por cómo se había portado la gente con él. La cuestión es que no sabemos quién era ni si estaba en alguna casa. Yo lo cuento como me lo han contado.

 

 También vemos los cables de la luz por donde,  de noche, paseaban las ratas de la fábrica de harinas. ¡Qué tiempos!.

Esta foto fechada en 1958 ha sido proporcionada por Montse Aedo.

 

 

Mi tía Esther, hermana de mi madre, tuvo que lavar mucho para ganarse la vida. Aquí la vemos arremangada, joven, fuerte y guapa  lavando a mano en un lavadero mientras le imita una cría que se lo está pasando en grande. A las chicas, de pequeñas, nos gustaba mucho lavar como nuestras madres.  Eso de meter las manos en el agua libremente y hacer jabón nos atraía. Si nos fijamos, también las mujeres se partían el lomo lavando, buen trabajo de riñones y luego con el balde de ropa mojada a cuestas

Igual toda la ropa que se ve detrás es para lavar. No olvidemos que antesmás la ropa interior y de cama  solía ser blanca y no se cambiaba con frecuencia. Si a eso le añadimos que se lavaba con agua fría y con unos jabones rudimentarios, podemos concluir que el trabajo de nuestras madres y abuelas era de “riñones”.

 

Esta foto está hecha en el regadío de Montero. Mi tía, huérfana de padre desde pequeña, tuvo que ganarse la vida y en aquellos tiempos eso quería decir que tenías que trabajar p’autri, trabajar en los quihaceres de la casa y uno muy importante era lavar. 

 

Aparte de trabajar en el campo cuando tocaba, también trabajó limpiando las escuelas de la Placeta y el cuartel. En la fábrica de harinas cosió sacos y durante muchos años ha sido la estanquera. En aquellos tiempos era bastante habitual  no ser dada de alta como trabajadora en activo, con lo cual esos trabajos fueron inexistentes cuando llegó la jubilación. Siempre me recordaba que le debía el nombre, algo que también siempre le he agradecido. Hablo en pasado porque, aunque vive, desgraciadamente, no puede leer este escrito que a través de ella sirve de homenaje a  nuestras madres y abuelas que se deslomaron lavando.

 

Esther Zubiría

Enero 2014