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LA FÁBRICA DE HARINAS DE ALLO

Ya teníamos ganas. Después de publicar en la página web algunas historias sobre las costumbres y las gentes de Allo, notábamos que algo inherente a la reciente historia de nuestro pueblo se nos había olvidado. Hablamos de la fábrica de harinas, conocida por todos como “la fábrica” (nominación arrebatada posteriormente por la fábrica de papel) o la “harinera”, que, situada en el mismo corazón del pueblo, se erigió como emblema de éste durante gran parte del siglo XX. Había que ponerse sin más tardar a contar su historia, pero… ¿quién nos podría documentar de forma fehaciente sobre ello? ¡Ya está! Manuel… Manuel Marturet, quien dedicó toda su vida laboral a esta empresa.

 

Son fiestas de agosto, nos encontramos con él en la Fuente y le proponemos nuestra idea. Le parece bien, hasta diríamos que le puso contento, al fin y al cabo se trata de reunir en un relato su vida como trabajador de la fábrica, sus emociones y sus sentimientos. Quedamos para que un día después de fiestas nos sentásemos tranquilamente y hablásemos sobre esta historia. Se pasan las fiestas. Una tarde nos paseamos por la Fuente para ver si está, como de costumbre, sentado a la fresca en la puerta de su casa. No está. Le llamamos por teléfono y nos dicen que está en la huerta y que, al anochecer, volverá a casa. A la hora indicada, nos ponemos en contacto con él. Nos dice que al día siguiente no puede vernos, le viene mal, ya que tiene que poner pimientos (tarea propia de primeros de septiembre). No importa, esperamos un día más y, por fin, un miércoles de agosto nos sentamos en la terraza del Centro Cívico (bar de los jubilados) y comenzamos la conversación. Nosotros, que no somos profesionales del periodismo, nos mostramos como torpes interrogadores, pero a Manuel se le ve entusiasmado, emocionado… no olvidemos que está contando su vida, su trabajo, sus sentimientos y sus sensaciones. No cuenta ni cosas malas ni penurias, aunque en aquella época se pasaron muchas (¡tiempo de posguerra!), sino simplemente, y con cierto brillo en los ojos, todo lo que él recuerda de la historia de la fábrica. 

 

Según nos relata, comenzó a trabajar con 14 años y se jubiló a los 65. Durante toda la entrevista, habla mucho y bien de sus compañeros de trabajo, pero sobre todo de tres personas, los jefes, que aparecían y desaparecían de nuestra conversación. Estos son el tío Faustino, el tío Gregorio (hermano del tío Faustino) y el hijo del primero, quien será, a posteriori, el heredero de la fábrica: el primo Juan José. Les llamamos tíos porque eran primos  del abuelo Gerardo Zubiría Martínez y en nuestras casas era una especie de honor llamarles así. Estos tres hombres eran completamente diferentes en cuanto a su personalidad y a las funciones laborales que desempeñaron dentro de la empresa. 

 

El tío Faustino, hombre de pueblo y de campo, experto molinero porque así lo mamó, repartía las 24 horas del día entre sus dos grandes aficiones: el trabajo de molinero y la caza. Experto cazador, cuentan de él que tenía las mejores perdices para cazar con reclamo. Esta modalidad de caza estaba prohibida, pero el tío Faustino gozaba del beneplácito del guarda de caza y pesca de aquella época, el temible Andía de Lerín. También le gustaban mucho las morcillas. En el tiempo oportuno, cuando se pasaba por la fragua y aprovechaba para saludar a la Sabi, siempre preguntaba cuándo íbamos a matar el cocho para que le diésemos una morcilla.

 

Todos recordamos la cantidad de viajes que hacía el tío Faustino de Estella (donde vivía) a Allo, de Allo a la Central Eléctrica y viceversa montado en su Volkswagen escarabajo, modelo que, en aquella época, era un indicativo de posición social. Nos contaba Manuel que, anterior a este coche, tuvo otro de un modelo que él no recordaba. Casi siempre, en los viajes de Estella a Allo y de Allo a Estella, como copiloto le acompañaba su hermano, el tío Gregorio.

 

 ¿A qué se dedicaba el tío Gregorio en la harinera? Él era el que manejaba las finanzas, el que ponía las cuentas en orden y el que tenía que pagar los salarios a los trabajadores. Como dato curioso, nos cuenta Manuel que, en 1949, él ganaba 15 ptas al día. Poco después, 105,70 ptas a la semana. Decimos a la semana porque se cobraba cada 7 días. Veíamos al tío Gregorio a través de una pequeña ventanilla en la oficina, lleno de papeles, dándole sentido financiero a la empresa (o, al menos, intentándolo). Fumador empedernido, primero fumaba Ganador, cajetilla de 18 cigarrillos que se abría en forma de libro, y después Chesterfield sin filtro. ¡Ay, cuántos jóvenes de Allo se colocaban debajo de la ventana de la oficina esperando una colilla del tío Gregorio!.  ¿Qué hace tu padre, maja?, me preguntaba el tío Gregorio por encima de las gafas enmarcado en la ventanilla. Trabajar… Pues le das recuerdos, me decía siempre. 

Todo hace indicar que el trabajo del tío Gregorio fue más incómodo, porque el que paga, cobra y tiene que poner firmes a los obreros en alguna ocasión, no suele gozar de buena fama. 

 

Por último, nos queda hablar del tercero, el primo Juan José. Éste ya se encontró, sin quererlo, con un estatus social y económico totalmente diferente. La fábrica funcionaba bien, era una empresa solvente y, en su casa, se gozaba de buena salud económica. En su infancia, pasaba las vacaciones estudiantiles en Allo, intentando preñarse de todo lo que suponía el negocio familiar. Cuentan que en su juventud fue amigo de la buena vida. Cuando su tío Gregorio se jubiló, él se hizo cargo de la administración de la fábrica y, poco a poco, fue dándole un giro al estilo empresarial. Pasó a ser tal vez más competente y moderno, adecuándose de esta manera al cambio socio-económico que se estaba produciendo en la vida española. No queremos olvidarnos de exponer algo que nos contó este verano uno de los últimos trabajadores de la fábrica, que reza muy a favor de la personalidad del primo Juan José. Nos contaba que era un hombre muy entrañable, generoso, enamorado de su empresa y afable en el trato con los obreros. Nos puso como ejemplo el hecho de que, durante las fiestas de Estella, cuando el primo Juan José se encontraba por la ciudad del Ega con sus trabajadores, de una forma discreta, sacaba unos billetitos de su bolsillo y los introducía en el bolsillo de la camisa de su obrero, y con aquella voz grave que tenía les decía: “¡Buen almuercico!”. Así fueron grosso modo las tres personas que gestionaron este negocio familiar que creó puestos de trabajo para el pueblo de Allo, tanto directos como indirectos. Con sus virtudes y defectos, dejaron una huella profunda en la historia reciente de nuestro pueblo.

 

Antes de pasar a contaros la historia de la harinera, no podemos dejar de destacar la no realidad de una anécdota graciosa a modo de chiste, que siempre hemos escuchado, referida a uno de los trabajadores. Éste se llamaba Julián Aedo (uno de los Pelayos). El hombre gastaba por lo menos un 50 de número de pie. En aquella época de escasez en todos los sentidos, todo era aprovechable y las albarcas (abarcas) se hacían con trozos de cubierta de la rueda de los coches o camiones. Pues bien, cuentan que transportando harina en un viaje a Pamplona en uno de los camiones de la fábrica, Julián Aedo llevaba un pie sobre el parabrisas del camión. La Guardia Civil echó el alto al camión y el conductor fue denunciado por llevar la rueda de repuesto en la cabina. Esta simpática anécdota no fue cierta, fue una ocurrencia de Fermín Arza (Gasolina), hombre ocurrente donde los haya.

 

Otro aspecto importante que debemos resaltar era la estrecha relación entre la harinera y las ratas. Como todo, la fábrica también tenía algo negativo: la presencia de ratas desde el primer rincón hasta el último. En cualquier noche de verano caminando por el Paseo de la Fuente no era extraño contemplar cómo por un cable del tendido eléctrico o telefónico que cruza desde la fábrica hasta la antigua casa de Ángel Garayoa (el Rubio), cruzaban ratas enormes, como si de equilibristas expertos se tratara, de un lado a otro de la carretera. Parece ser que cuando cruzaban en dirección a la casa del Rubio, bajaban por la fachada a beber agua al huerto de la casa de los Patones, sedientas ellas después de haberse dado un buen atracón de harina. Con frecuencia ocurría que, en el mismo cable, se encontraban de frente dos ratas, una en cada sentido. ¿Y qué hacían? La rata más joven daba un brinco por encima de su amiga y volvía a caer sobre el cable. Pasmosa habilidad la de las ratas… También nos contaba Manuel que era normal convivir con ellas en la fábrica durante el trabajo. Como había tantas, el primer remedio era matarlas a golpes. Nos relataba cómo, en una ocasión, él y otro compañero sabían que dentro de un tubo de un sinfín se habían refugiado las ratas. Cuando consiguieron poner en funcionamiento el sinfín, en vez de harina caían ratas aturdidas de dar vueltas por las hélices de este aparato. Mataron unas 70 ratas. También se plantearon exterminarlas utilizando otros procedimientos. El más efectivo era usar agua envenenada, porque las ratas, al estar tan bien alimentadas, necesitaban beber mucha agua. Sin embargo, Sanidad no les permitía usar este método, ni tampoco utilizar raticida por el riesgo que suponía que las ratas, una vez envenenadas, fueran a morir a lugares escondidos entre los sacos de harina, y en su proceso de putrefacción contaminaran la harina. Otros inquilinos del edificio eran dos o tres gatos, encargados de eliminar todos los ratones que por allí aparecían, aunque no sabemos si aquellos se atrevían con las ratas.

 

Para concluir este apartado de anécdotas, y sin que se moleste el interesado, Casimiro Díaz (Chimbo), nos gustaría recordar la imagen que daba en uno de los muelles de carga de la fábrica con su piel morena, cetrina, y envuelto en una capa de harina: bonito contraste entre el blanco y el negro.

 

Después de escribir esta introducción sobre cómo se fraguó este artículo y quiénes fueron las tres personas más importantes para la fábrica, así como contar algunas anécdotas que rodearon el funcionamiento de esta pequeña industria, pasamos ahora a describir la actividad empresarial de nuestra querida harinera.

 

Podemos situar el funcionamiento de la fábrica de harinas aproximadamente entre los años 1920 y 2002, aunque la fecha de su puesta en marcha es orientativa, ya que sabemos que la harinera comenzó su actividad a la par que la bodega, que lo hizo en torno a 1918. El primer dato interesante que debemos tener en cuenta es que el edificio se construyó en un espacio del pueblo, como en el caso de la bodega y el trujal, expresamente para que fuera una fábrica de harinas, pero sus comienzos no fueron nada fáciles. La harinera fue edificada en un primer momento por cooperativistas  agricultores de Allo para que pudieran moler su propio trigo. Después de unos años de funcionamiento, Liborio Cascante, una persona no afincada en Allo, pero casada con una familiar de los Zabalza, se hizo cargo de la administración de la harinera. La fábrica quebró y dejó numerosas deudas sin pagar a muchos agricultores del pueblo, cerró durante un tiempo y, curiosamente, dos personas unidas por la afición a la caza, el señor Ochoa, veterinario de Estella, y Faustino Martínez, con raíces en Allo, decidieron ponerla de nuevo en funcionamiento: el señor Ochoa como socio capitalista y el tío Faustino como experto molinero. Este último gozaba de una gran experiencia adquirida en Zubielqui y en Estella, donde trabajó, respectivamente, en un molino y en una fábrica propiedad de sus hermanos. Por esta razón, la fábrica pasó a llamarse Martínez-Ochoa. 

 

La única actividad que se realizaba en la fábrica era la molienda de trigo. La harina obtenida se almacenaba en sacos con una capacidad de 100 kg, algo impensable hoy en día debido a las normas de seguridad e higiene en el trabajo. Estos sacos hacían un pequeño viaje de ida y vuelta, desde la fábrica hasta las panaderías, por lo que no era sorprendente que se rompieran con asiduidad. Además, los sacos también eran ratonados, tanto en las panaderías como en la propia harinera. Al principio, se llevaban los sacos a casa de una mujer, Elena García, para que los cosiera. Después, debido a los avances tecnológicos, se instaló en la fábrica una máquina de coser semi-industrial, con la que esta misma persona cosía y arreglaba los sacos. Aparte de Elena García, han sido otras muchas las que han colaborado de esta forma con la fábrica, como la abuela Julia Cañas y su hija Esther Alonso, la del Estanco. No obstante, no era extraño ver a los propios empleados de la fábrica tirar de aguja e hilo para coser sacos en el mismo lugar de trabajo (el hilo era cuerda de atadora o liza y la aguja era enorme y curvada). Además de estas trabajadoras, la fábrica contaba con 6 ó 7 empleados fijos, quienes en la primavera de cada año se dedicaban a limpiar la fábrica y el canal que abastecía de agua a la central eléctrica, que, a su vez, mandaba energía eléctrica para el funcionamiento de la harinera. Durante este periodo y, sobre todo al principio de la existencia de la fábrica, se dejaba de moler trigo. En época de temporada (desde junio hasta marzo/abril), la fábrica contrataba a más empleados para que la producción fuera mayor y se ajustara a la demanda del mercado.

 

La única materia prima que utilizaba la harinera era el trigo, que se conseguía de distintas maneras. En los primeros años, la fábrica cogía el trigo de los almacenes de la SENPA (Servicio Nacional del trigo). Durante la década de los 40, en plena posguerra, el gobierno puso en funcionamiento el llamado “racionamiento”, que consistía en que cada familia, dependiendo del número de miembros (adultos y niños), recibía una cantidad determinada de trigo o pan. Esta situación conllevó a que muchas familias pasaran verdaderas necesidades y, curiosamente, según nos contaba Manuel, en las grandes ciudades, la gente tenía dinero pero no tenía acceso a los alimentos básicos. Esta situación dio lugar al llamado estraperlo, fenómeno que hizo ricos a los más espabilados. En años posteriores, alrededor de 1960, se produjo la liberación del trigo, es decir, la fábrica llevaba a cabo una compra libre de esta materia prima. Los agricultores entregaban el trigo al silo y de ahí se compraba. Esta fábrica ha trabajado con muchas variedades de trigo, entre las que podemos destacar el pané, el navarro, el catalán y el raspón, aunque al principio sólo había trigo catalán,  que se le consideraba  el de mejor calidad.Después de esta variedad de trigo, apareció, en este orden, el raspón, el pané y el navarro, siendo este último el que aportaba una mayor producción. Un aspecto curioso en relación con las variedades de trigo es la aparición del conocido como “trigo de Arróniz”, que se cultivaba en nuestra zona y que era parecido al trigo catalán. Una vez adquirida la materia prima, y tras pasar por varios procesos, la fábrica obtenía distintos productos finales, como la ya mencionada harina, el menudillo y la harinilla (muy fuertes y destinados a la alimentación de animales) y la hoja (cáscara muy gruesa y usada como pienso). El precio de la harina era de 1.000 ptas por 100 kg y, el de la harinilla, de 1 pta por 1 kg, ambos durante la época de la posguerra. El trigo producía un 75% de harina y un 25% de pienso, compuesto por la harinilla, el menudillo y la hoja. Todos estos productos se vendían tanto a particulares (nuestras madres nos mandaban a la fábrica con un zacuto blanco para que el tío Faustino nos diese harina para hacer mantecaos) como al por mayor, mediante sacos sellados con una etiqueta que contenía todos los datos del producto y de la fábrica; la etiqueta se pegaba al saco usando agua y harina (maseta). Entre los compradores particulares, podemos destacar a los panaderos: el Tahonero (Ángel Goñi), el Royo (José Iduriaga) y José Goikoetxea, y a los churreros Jesús Alonso (Camarones), Cándido Íñigo (Chorris) y Telesforo (Foro) y José Zalduendo (Guillén), todos ellos naturales de Allo. Especialmente graciosa es la historia de José Zalduendo, quien colocaba su puesto de churrero en la Placeta. Su máquina de hacer churros era manual, y para no hundirse ésta contra el pecho al apretar para que salieran los churros, dicen que se colocaba una tabla sobre el pecho, atada con dos ramales, a modo de coraza. Por otra parte, la fábrica también servía a las mejores panaderías y pastelerías de San Sebastián y Pamplona, ya que la harina era de mucha calidad. A las variedades mencionadas anteriormente, se unió el trigo selecto de Florencia Aurora y el trigo andaluz, que se utilizaba para hacer la harina pastelera. De ahí que también se suministrara harina a chocolates Zahor y a Huesitos (en Zaragoza). Esta captación de clientes era obra del comercial Mendizábal, quien se encargó de difundir esta harina de calidad por las principales ciudades del norte de España.

 

Una vez que hemos descrito la materia prima y los productos finales que salían de la harinera, vamos a hacer un breve recorrido por todos los procesos por los que pasaba el trigo hasta convertirse en harina, menudillo, harinilla y hoja. El primer paso era la llegada del trigo a la fábrica y su inmediato almacenamiento. El trigo sufría una primera limpia mediante un torno que separaba la tierra de las semillas. Después, el trigo pasaba por una máquina aspiradora que absorbía la paja. Posteriormente, pasaba por otra máquina que separaba el trigo de las piedras. El siguiente paso era separar el trigo de la arvejuela, ya que era muy habitual en Allo sembrar alternativamente estos dos tipos de semillas en la misma pieza.    Después, el trigo pasaba a unos depósitos, donde  permanecía entre 12 y 14 horas un día antes de ser molido y se mojaba mediante una noria que echaba gotas de agua. De esta forma, la corteza era humedecida para que no se rompiera al moler. Esta máquina usada para humedecer ponía al trigo con un 14% de humedad, pero… ¿cómo saber exactamente en qué momento tenía el trigo el 14% de humedad? Pues gracias al sentido molinero del tío Faustino, que, después de morder y masticar el grano, daba el visto bueno para que el trigo pasara a la siguiente máquina: la molienda. En esta fase del proceso se obtenía un trigo un poco machacado y se subía a los cedazos. También pasaba el trigo por una máquina para obtener las sémolas, que se utilizaban para hacer papillas y sopas. La sémola, que era la sustancia del trigo, se vendía única y exclusivamente a personas enfermas o niños que, en su crianza, necesitaban de ella para su alimentación. Después, la sémola se unía al proceso de molienda. Finalmente, el trigo pasaba por otra máquina que terminaba de molerlo. Podemos clasificar estas máquinas en aquellas que hacían trituraciones y en aquellas que hacían compresiones. Las primeras, como los molinos, tenían estrías y sometían al trigo a rozamientos. Las segundas eran lisas y aplastaban el trigo. Estas máquinas eran de hierro y de madera, aunque había cribas de seda y de nailon y su numeración dependía del grosor de la materia que se quería separar. El ruido de todas estas máquinas, como una especie de traqueteo del tren a distintas velocidades, y el olor dulzón, seco y polvoriento que el proceso desprendía forman parte de la memoria auditiva y olfativa de muchas generaciones. Relacionado con este aspecto, podemos destacar que la fábrica era exclusivamente de madera de pino, incluyendo el suelo. La fábrica estaba rodeada de los mayores chopos blancos que hemos visto en nuestra vida. Como éramos pequeños, los veíamos gigantescos, y gigantescos eran. Con los años, y por ser ley de vida, los tuvieron que talar por una enfermedad que les arrebató la vida.

 

Entre las razones por las que se decidió cerrar la fábrica, podemos destacar el hecho de que Juan José, único propietario de la harinera, estaba ya en una edad avanzada (70 años, aproximadamente) y no tenía descendencia. Además, debido al crecimiento industrial y a los avances tecnológicos, esta fábrica de harinas ya no podía competir con las grandes fábricas que estaban despuntando en los últimos años. Simplemente un dato, una fábrica grande producía 500.000 kg de harina al día, mientras que esta fábrica producía 20.000 kg. Estos dos factores hicieron que la fábrica cerrara sus puertas en el año 2002. Desde entonces, ha habido algún intento por parte del Gobierno de Navarra de hacer de esta fábrica un museo, pero no se llegó a un acuerdo. El Gobierno le ofreció entre 33 y 35 millones de ptas, pero la respuesta de Juan José fue la siguiente: “No me da ni pa’ un piso en Estella”. Anterior a este intento fallido, Juan José la ofreció al Ayuntamiento de Allo totalmente gratis a cambio de que les dejara a su hermana y a su cuñado Lorenzo hacer chalets, pero la respuesta del Ayuntamiento fue negativa. En la actualidad, podemos decir que la fábrica pertenece a la viuda de Juan José y que se encuentra tal y como se dejó, aunque con el consiguiente deterioro que el tiempo conlleva. Una lástima.

 

Nos gustaría terminar este escrito nombrando a todas las personas que han dedicado su vida, o parte de ella, a esta fábrica y, algunos de ellos, protagonistas de las anécdotas anteriormente contadas. Los empleados de la fábrica han sido los siguientes (perdonad si nos olvidamos de alguno): Gregorio García, Braulio Montoya, Isabelo Marturet, José Macua (Cholín), Jesús Macua, Andrés Aedo, Julián Aedo, Ángel Aedo, Tomás Montoya, Ángel Montoya, José Luis Echeverría (Alhaja), Luis Munárriz (Txomin), Manuel Marturet, Jesús Montes, Casimiro Díaz, Jesús Antillán, Ramón Ciordia y Manuel Usabiaga. Además, la fábrica contaba con cuatro camioneros que distribuían los productos finales, entre los que podemos mencionar a Gorritxo y a Jesús Martínez. Primero, la fábrica disponía de un camión que podía transportar 5.000 kg, luego otro con capacidad para 7.000 kg y, más tarde, dos camiones Man, uno azul y otro rojo, que podían transportar hasta 10.000 kg. También era propietaria de un tractor Bolinder que, cuando no había luz eléctrica, era el encargado de mover la fábrica. Después de hacerse cargo de la fábrica, el tío Faustino compró la central para surtir de luz tanto al pueblo como a la fábrica. En la central trabajaron tres operarios, los hermanos Castanera: César, Jesús y Fernando. Cuando se jubiló Jesús, entro Michel Zalduendo. Estos empleados trabajaban 48 horas seguidas y descansaban cuatro días.  Recordamos todos los famosos apagones de luz provocados por la cantidad de hojas que se depositaban en la rejilla del canal e impedían que el agua entrase con fuerza en las turbinas, o ésta era la razón que nos contaban cuando pedíamos explicaciones de: “¿por qué han cortado la luz?”.

 

Esta historia ha sido fabricada, porque de fábrica hemos hablado, por Loren Gambra e Idoia Gambra, como periodistas, y revisada literariamente por Esther Zubiría. Nos gustaría agradecer a Manuel Marturet su inestimable disposición, ya que, sin él, no habría sido posible llevarla a cabo. También queremos agradecer su aportación a Ramón Ciordia, uno de los últimos trabajadores, que nos contó la historia aquella del “¡Buen almuercico!”. Esperamos que muchas personas mayores de 40 la lean y recuerden este trozo de la historia de nuestro pueblo y se diviertan con ella, y que los más jóvenes sientan la curiosidad de leerla y encuentren sentido a ese edificio ubicado en el Paseo de la Fuente que sólo lo conocen con el nombre de “la harinera”. Tanto este escrito como todos los que hemos hecho hasta ahora surgieron como forma de mantener vivos todos nuestros recuerdos del pueblo donde nacimos y del que salimos por distintas razones. En este punto, nos sentimos muy identificados con la letra de una canción de Fito y Fitipaldis. Fue duro dejar atrás el pueblo de nuestra vida, pero, vayamos donde vayamos, “hay aromas que me quiero llevar,  personas que no voy a olvidar, recuerdos que no voy a borrar…”.

 

Febrero 2012

Loren Gambra

 

 

 

Entrañable foto de cuando la fábrica funcionaba como tal. La altura de las escaleras hecha a la medida de los carros; los machos cabizbajos  esperando órdenes;  los chopos, refugio de pájaros y campo de tiro para las escopetas de perdigones,  nos daban sombra y  alfombraban el suelo de “gusanillos”. Luce un sol espléndido.

 

La fábrica  arquitectónicamente es un edificio de tres cuerpos: uno central más alto y dos laterales como si se tratara de la nave central de un templo y sus naves laterales. Sigue el estilo propio de la época para este tipo de construcciones, una reminiscencia del modernismo aplicado a edificios fabriles y bodegas cooperativas. La  decoración  a base de ladrillo es austera y simétrica: enmarca ventanas, puertas  y edificios. La verticalidad  del cuerpo central remarcada por  las ventanas alargadas, todas iguales, se ve contrarrestada por esas bandas horizontales que proporcionan al edificio el  equilibrio imprescindible para un resultado final armonioso. Esta armonía quedó quebrada con el añadido posterior de una nave lateral a la derecha. Este es su estado actual por fuera. Por dentro ¡cómo estará!.

 

MARTURET  EN SU ESPACIO

Manuel Marturet  nos presenta las entrañas de la fábrica de harinas. Es como si una persona nos enseñase su casa. El protagonista principal de la foto no es él, colocado en un extremo para no molestar la visión. La protagonista es la madera. Madera como elemento constructivo y madera como material de sus mecanismos. Junto con la madera, el olor y el traqueteante ruido que forma parte del recuerdo.

 

Esos artefactos a modo de grandes baules con endebles patas eran los que por medio de movimientos laterales, y a través de unos cedazos llamados planchistes, filtraban la harina separándola de lo que después sería el pienso. Esas mangas blancas eran de tela para posibilitar el movimiento. Llega  la mercancía por arriba procedente de los 7 molinos dobles que había abajo y desembarca suavemente en  el “baúl” también a través de unas mangas blancas que hacen un bonito contraste con el color  miel de la madera. Catorce veces se molía el trigo,  son muchas más  las máquinas que lo acariciaban. Aquí tenemos algunas de ellas. Las han jubilado pero nos queda esta foto como recuerdo.

 

En el momento de hacer esta fotografía la fábrica ya no funcionaba, puede apreciarse por la cantidad de polvo que hay en el suelo. Había empezado su deterioro. Trabajó bastantes años pero aún se la ve lozana, bonita y atractiva. Era cuestión de lavarle un poco la cara pero ya no valía la pena porque la fotografía, realizada por Montse Aedo, se enmarca en un reportaje que, en enero de 2005, le dedicó  el “Diario de Navarra”  a modo de homenaje póstumo, a modo de fin de una época. La época en que de Allo se exportabaharina, como constatan algunas redacciones infantiles que en su momento comentaremos.

 

 

 Febrero 2012

 Esther Zubiría