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 LA IGLESIA DE SANTA MARÍA

Continuamos nuestra visita a Allo, caminando por alineadas calles y cuadradas plazas. Admiramos a nuestro paso la mampostería de sus casas y la sillería de otras más nobles, con fachadas blasonadas y arqueados portales. Algunos edificios de artísticos aleros y ventanas de forjada rejería, detienen aún más nuestra atención.Una de ellas es la casa consistorial, en la plaza de los Fueros, notable por la arquería que sostiene su fachada, y por el escudo que en ella campea. 

Este blasón llama la atención por su gran tamaño y por la bonita labor que lleva esculpida en piedra. Cinco castillos, colocados tres encima y dos debajo, nos recuerdan la estratégica situación de defensa que la Historia concedió al lugar, sobre todo en la Edad Media. De la almenada torre del castillo superior central sobresale el cuerpo de un niño que sostiene una llave en su mano derecha. La leyenda INEXPUGNABLES - 1575 corona el escudo de armas de la villa de Allo, que también lo fue de la histórica Numancia. Su significado es fácilmente comprensible: el vocablo «inexpugnables», añadido al escudo, significa que el lugar no pudo ser conquistado por las armas. Sin embargo, el niño nos recuerda que por la vía pacífica, sin otras armas o medios que los que un niño pueda utilizar, sí es posible conseguir la llave de la fortaleza.

Desde esta plaza de los Fueros vemos la iglesia del pueblo cerrando el horizonte, al fondo de la calle Mayor. Hacia ella nos dirigimos, al tiempo que recordamos la historia de las distintas parroquias que el lugar ha tenido.

En uno de los documentos más antiguos que conocemos de todos cuantos hacen referencia a nuestro pueblo, se habla de una iglesia de Santa María. Pertenece al archivo de la catedral de Pamplona y está fechado en 1099. En él se dice que Semeno Garceiz dona a Santa María de Pamplona, una viña «in illa vía Saeta María» y una pieza «que es iuxta ecclesiam Sánete Maríe de Allo».

Con posterioridad encontramos documentación más moderna, en la que aparece esta misma iglesia dedicada a Santa María. Así, por ejemplo, hacia el año 1140, el obispo Sancho de Pamplona, después del reparto de las rentas de la iglesia, hace donación de la parte que a él le corresponde a la enfermería de la catedral de Pamplona.

En la sección de «Collectoría del Fondo Cameral», en los Archivos Vaticanos, están registradas las aportaciones que las parroquias de los diferentes reinos cristianos debían abonar para contribuir a la causa de las cruzadas. Con frecuencia, los reinos de Aragón, Castilla, León y Navarra, quedan eximidos de esta obligación, dado que en sus propios territorios padecían una continua cruzada contra los moriscos. En el año 1279 la iglesia de Allo pagaba 40 sueldos sanchetes como aportación a dicha causa; y un año más tarde entregaba 160 sueldos correspondientes al cuatrienio 1280-83. Estas cantidades eran sustraídas del total de las primicias parroquiales.

En la factura del recibo correspondiente a 1279, aparece que la iglesia de Allo pertenecía a la enfermería de la catedral de Pamplona. En adelante, y hasta finales del siglo XIX, la parroquia de Allo irá unida a la dignidad de enfermero del cabildo. Y el canónigo archivero de la catedral, doctor José Goñi Gaztambide, nos dirá después que constituyó uno de los principales ingresos de la enfermería. Esta era una de tantas instituciones puestas al servicio de la comunidad, que luego se tornaron en beneficios del titular; en nuestro caso, del enfermero.

Automáticamente, y por el hecho de pertenecer nuestra iglesia a dicha enfermería, su titular pasaba a ser el abad de la parroquia, aunque raras veces la visitaba. Para sustituirle nombraba un vicario, al que cedía todas sus obligaciones parroquiales a cambio de un sueldo que el canónigo le daba de sus rentas.

La elección del enfermero de la catedral solía hacerla el cabildo, escogiendo a un canónigo de entre todos ellos. Luego, el obispo ratificaba el nombramiento. Posteriormente, cuando las distintas monarquías se fueron entrometiendo en cuestiones meramente eclesiásticas, era el propio rey quien hacía el nombramiento. Por ello, no nos extrañamos cuando leemos en un libro parroquial, del cual existe copia en el archivo de la catedral, el párrafo siguiente: «la Abadía de esta iglesia de Santa María de Allo es de provisión real; de suerte que el rey la provee, porque provee la Enfermería de la Santa Iglesia de Pamplona y dignidad de ella; y porque esta Abadía está conjunta e incorporada a ella, por eso proveyendo su majestad la dicha dignidad, provee también esta Abadía».

Ocurría esto en el año 1624. Contaba entonces la parroquia con once beneficios (nueve enteros y dos medios), que eran ocupados por otros tantos clérigos llamados beneficiados. Estos, con frecuencia, eran bachilleres o licenciados y su única obligación para con la parroquia consistía en cantar algunos salmos en el coro, percibiendo por ello una buena parte de las rentas diézmales. A veces atendían también a alguna de las capellanías que la iglesia tenía fundadas, con el objeto de aumentar sus ingresos.

En algún proceso del archivo diocesano hemos tropezado con beneficiados que ni siquiera residían en Allo, por encontrarse estudiando en Valladolid o Salamanca. También éstos cobraban parte de la diezma, si bien su soldada era menor que la del beneficiado presente. Se consideraba beneficiado ausente «al que está tres meses fuera del lugar, continuos o

y empieza a ser ausente desde el día de San Martín, a once de noviembre...».

Veamos ahora la forma de proveer los beneficios. Ya hemos dicho que eran nueve enteros y dos medios. De los enteros, dos correspondían a la Mensa, y los elegía el Sumo Pontífice (o cualquiera de sus delegados), y el abad, según fuera el mes en el cual quedaba vacante el beneficio. El Papa tenía el derecho de elección si el cargo vacaba en cualquiera de los ocho meses en los que se le autorizaba, quedando los otros cuatro para el abad.

Los demás beneficiados (los siete enteros restantes y los dos medios) debían ser hijos del pueblo y eran elegidos de tal forma que, cuando uno de los beneficiados moría, todos los clérigos naturales de Allo que deseaban ocupar la vacante se presentaban al concejo. Luego, el alcalde y jurados de la villa enviaban una carta al enfermero con los nombres de todos los aspirantes. El abad nombraba beneficiado entero a uno de los dos medios, y hacía medio beneficiado a uno de los presentados por el concejo.

A la hora de repartir los frutos diézmales, el entero llevaba su parte de entero, y el medio, la mitad. Al ausente se le quitaba un tercio de su parte, que se distribuía entre los presentes, «dando al entero como entero y al medio como medio».

Fácilmente se comprende el esfuerzo económico que los feligreses hubieron de hacer en muchas ocasiones para mantener a tan elevado número de clérigos y correr con los gastos del culto y mantenimiento de la iglesia. Para los primeros era la diezma, y los gastos del templo se costeaban con el fruto de la primicia. La diezma o diezmo era la décima parte de todos los frutos (trigo, cebada, avena, vino, aceite, corderos, lechones, etc.) que los campesinos recogían. La primicia se pagaba del total de los frutos recogidos por los feligreses, extrayendo la cuadragésima parte. Solían ser frecuentes los pleitos entre el clero y los primicieros, en los que se discutía si la primicia había de ser la cuarentava parte de todos los frutos, o del total de ellos después de descontada la diezma. En el siglo XIX la primicia es la treintava parte de los frutos.

La primicia se arrendaba por período de tres años a un señor que solía ser de Allo, aunque también podía ser de fuera. Transcurridos los tres años se sacaba el arriendo a subasta, quedándose con él el mejor postor. El precio de la tasación era entregado al cabildo en dos mitades: la tanda de San Juan de junio, y la de San Juan de Navidad. El arrendatario quedaba obligado a cobrar a los primicieros.

Para guardar el total de trigo, vino, olivas, etc., existía la llamada casa de los diezmos y las primicias, cuyos restos pueden verse actualmente en lo que es la casa de Jesús Arellano, la huerta de Francisco Lacalle y lo que fue el corral de Pedro Valerio. Esta casa estaba perfectamente dotada de vivienda, graneros, bodega, y hasta una huerta colindante al edificio.

El cabildo nombraba un clavero, que tenía como misión recaudar los frutos de la diezma. Nombraba también un mayordomo para administrar los bienes del cabildo. Ambos cobraban su salario del total de la diezma.

Para hacernos una idea de la cuantía de estos frutos señalaremos que sólo de diezma se repartieron en 1776 las siguientes cantidades:

804 robos de trigo                 20 almutes de habas

652 robos de cebada            22 almutes de guisantes

498 robos de avena                4 almutes de garbanzos

86 robos de centeno          406 cántaros de vino

254 robos de olivas              16 corderos

También sería interesante añadir que el primer fruto a repartir «son los corderos y se diezma el día de San Felipe y Santiago, que es el primer día de mayo». Las olivas se repartían en último lugar.

Este sistema de nombramiento de beneficiados, reparto de la diezma, etc., estuvo vigente desde 1624 hasta la desamortización de Mendizábal, sufriendo algunas modificaciones en el año 1779.

En este año había también un sacristán que era nombrado alternativamente por el enfermero y por el concejo de la villa. El período del servicio era de un año, cesando en 11 de noviembre, y podían ser reelegidos si se presentaban nuevamente candidatos al puesto. Cuando la enfermería estaba vacante, elegía el cabildo parroquial. El sacristán cobraba 50 robos de trigo, pagados en especia y 6 ducados en moneda. El enfermero cobró en esta fecha 1.438 reales de plata y los 12 beneficiados percibieron una cantidad similar, más algunos ingresos correspondientes al servicio de ciertas capellanías y fundaciones. El vicario percibió 1.171 reales y 30 maravedises, además del importe del estipendio de nueve misas de aniversario que no se habían celebrado a la hora de pasar las cuentas al «Libro de Tazmías» parroquial. Era el único que se consideraba con la obligación de la cura de almas, correspondiéndole a él la celebración de la misa mayor todos los días del año.

En lo sucesivo entran nuevas normas dictadas por el obispo. Se establece que en adelante la parroquia contará con el servicio de 8 beneficiados enteros, que recibirán 1.432 reales de plata anuales, además de las rentas de algunas tierras que les afectaban, y los derechos de funerales, ofrendas, etc. También a partir de 1779, el vicario será considerado miembro del cabildo, «con asiento, voz, y lugar preeminente en él y derecho con un beneficiado a participar en los aniversarios, fundaciones y todo género de funciones». Además de su parte como beneficiado cobrará un suplemento de cien robos de trigo, alcanzando en este año sus ingresos la cifra de 200 ducados de Navarra. Entre sus obligaciones figuran la administración de los sacramentos (ningún otro beneficiado puede hacerlo), predicar la homilía en las misas de los domingos y festivos, y dirigir la catequesis a los feligreses. El obispo nombra además coadjutor a uno de los beneficiados, para que ayude al vicario en sus tareas pastorales.

El abad de la parroquia continúa siendo el enfermero de la catedral.

Posteriormente, y hasta finales del siglo XIX, fue progresivamente descendiendo el número de beneficiados.

Hasta ahora hemos visto un poco a grandes rasgos la estructura de la parroquia de Allo, como institución religiosa que era. Ahora vamos a estudiar la iglesia en cuanto al edificio se refiere.

El templo anterior al actual se elevaba en el mismo lugar donde podemos encontrarlo hoy. Sabemos muy poco de aquel edificio; tan sólo conocemos los datos que Ricardo Ros pudo entresacar de los libros parroquiales. Gracias a él sabemos que poseía una torre almenada, un largo corredor, y los nombres de alguna de las capillas, como la del Rosario, Nuestra Señora, San Jorge, y la de La Vera Cruz. Sabemos también que a finales del siglo XVIII su estado era de completa ruina, y que con frecuencia se realizaron obras para su restauración. Sin embargo, después de la visita del arquitecto Pedro Nolasco Ventura, en enero de 1805, el cabildo decidió que la única solución era demoler por completo el edificio y construir otro nuevo.

Efectivamente, aquel mismo año se desmontó la vieja iglesia, y se comenzaron las obras para edificar la nueva. Estas continuaron desde 1805 hasta 1808. En este año las tropas napoleónicas se presentan en el pueblo, y se hace necesario paralizar la obra. Durante el trienio anterior se habían construido las paredes laterales casi por completo, restando por hacer el tejado, la torre, el pórtico y la decoración interior.

En 1817, cuando el peligro de la francesada hubo pasado, se reanudaron las obras, ya que la capilla del Santo Cristo donde tenía lugar el culto divino, era insuficiente para los 1.300 habitantes con que contaba la villa. Explica el vicario que «los fieles se desmayaban, y más de una vez tuvo que suspenderse el sermón».

El 3 de marzo de 1817 se pone nuevamente en marcha la obra, y dos años más tarde, recién terminada la cúpula, se derrumba ésta causando la muerte al maestro de obras y a cuatro peones. Otros tantos obreros quedan gravemente heridos. El esfuerzo que hubo de hacerse para volverla a construir fue enorme. La villa había quedado en ruinoso estado después de la guerra de la Independencia, y las rentas de la iglesia se veían notoriamente diezmadas.

En 1821 se inauguraba por fin la nueva iglesia. Por la escasez de medios económicos no se pudieron pintar las paredes y los suelos estaban sin entarimar. Tan sólo había lo más imprescindible para acogerse dentro. Por esta misma causa el resto de las piezas se fueron realizando en etapas sucesivas: en 1855, en vista de que ya no podía hacerse la torre, se decide abrir unos huecos en uno de los muros laterales para colocar las campanas. En este mismo año se pinta la iglesia y la sacristía. En 1928 Tomás Iñigo («Paleta») construye el pórtico. Todo ello entre guerras carlistas, entre incendios y destrucciones, entre calamidades y plagas.

En 1838 los liberales asaltan la casa de las primicias, la iglesia y el Santo Cristo. Un año más tarde arden 140 casas (entre ellas la de las primicias y el hospital).

A pesar de todo, la participación popular para construir la iglesia fue masiva, a juzgar por estas palabras del vicario: «no se puede creer sin haberlo visto el esfuerzo que hicieron los fieles; hasta los ancianos, las mujeres y los niños ayudaban en los trabajos de traer agua y materiales, de tal manera que no es posible llegase persona sensible y no llorase al ver y oír gritar: ¡si el pueblo no hace la iglesia no es posible finalizar la obra!» Los más pudientes aportaron su yunta de bueyes o su galera.

El 4 de septiembre de 1964, apenas unos minutos antes de empezar la misa, comenzaron a desprenderse de la bóveda trozos de yeso que caían al centro de la iglesia. En el exterior, y desde hacía algunos meses, se habían abiertos enormes grietas que en poco tiempo se agrandaron alarmantemente. Por ello se hizo urgente cerrar el templo y comenzar una nueva fase de restauración.

No sin grandes esfuerzos se pudo conseguir la ayuda de un arquitecto, un aparejador y un contratista. Por fin, el 13 de junio de 1966 comenzaron oficialmente las obras.

«Los fuertes empujes laterales producidos por el gran peso de la cúpula sobre los arcos que la sustentaban, que al no estar absorbidos ni por tirantes, ni por contrafuertes, y estar tan altos, llegaron a separar los muros laterales de la iglesia». Este peso de la cúpula fue tan enorme que como sigue diciendo el informe técnico redactado por el aparejador Luis Fernández de Arcaya, «nos hemos encontrado con la sorpresa de que la pared de la bóveda tiene un espesor de cerca de medio metro de ladrillo macizo, mientras se creía que era de doce centímetros, como la del resto del tejado».

El problema se resolvió derribando la cúpula y el tejado y coronando el perímetro superior de los muros por un anillo de hormigón armado, tensado con tirantes de acero. La cúpula, mucho menos pesada ahora, se hizo descansar sobre unas grandes vigas de hormigón fuertemente armado, que transmiten el peso a los muros laterales.

La obra fue inaugurada oficialmente el 13 de septiembre de 1967 y se completó con algunas mejoras de tipo práctico y decorativo. Se le dotó además de los más modernos sistemas de iluminación, altavoces, calefacción y saneamiento.